Teoría de la ludificación: la vida como una partida de Pokemon

HCH-12-MAIMONIDES HCH 12 / Septiembre 2016

Teoría de la ludificación: la vida como una partida de Pokemon, por María Santana Fernández

Es obvio que a los seres humanos (y a muchas especies animales), tengan la edad que tengan, les apasiona jugar. Y que todos los intentos de buscar una explicación de carácter meramente pragmático no pueden acotar el verdadero sentido del juego. Ya Johan Huizinga nos explicó que se juega por derroche o exceso[1]. Tradicionalmente las diferentes culturas han festejado con el excedente de producción y con la voluntad de dilapidarlo. Por eso la energía, el tiempo, la imaginación o el deseo que desbordan nuestra vida cotidiana y gris pueden manifestarse en el amor, en la fiesta, en el arte o en el juego. Algo que convierte a estas actividades en pasiones excitantes y jubilosas, pero también serias y trascendentes, o, en muchas ocasiones, incontrolables y arrolladoras. Sin embargo, me resulta difícil aplicar todos estos términos cuando nos referimos a un videojuego. Esto tiene relación con su virtualidad, sedentarismo, encierro y tecnologización que le facilitan la atracción, pero que le desconectan de lo real. Por ello, siempre me han repelido los videojuegos, a pesar de haber jugado, como todo el mundo, alguna vez durante la infancia. De hecho suelo contemplar con algo cercano al terror al jugador hipnotizado por la pantalla, pulsando los botones del pequeño mando. No puedo entender la experiencia en la que está sumergido, ni el alejamiento de lo que le rodea. Su tensión muscular y su expresión concentrada me resultan completamente estériles.

Por otro lado, se ha generalizado la crítica a los juegos de ordenador y su capacidad para alejarnos de la realidad y transformarnos en peligrosos sociópatas. Así, por ejemplo, se multiplican los análisis sobre la reproducción de comportamientos machistas y violentos en GTA (Grand Theft Auto), un juego donde se recorren las calles de una ciudad parecida a Los Ángeles a través del personaje de un mafioso pendenciero. O el entrenamiento para psicópatas asesinos que supone Call of Duty, sobre todo después de las confesiones de Anders Breivik, quien en el juicio por el asesinato de 77 personas en Noruega comentó que se entrenaba con este videojuego. Pero voy a dejar a un lado estas advertencias de carácter puramente moral, dado que la mayoría de ellas se pueden resumir en que todo jugador es susceptible de perder la capacidad para distinguir la realidad de la ficción hasta invertir su propia concepción ética. Y creo que esta lógica podría ser aplicada tanto a los videojuegos como a los libros o las películas que retratan la violencia de manera explícita y morbosa. Por eso, intentaré ir algo más allá de esta noción para comprender la atracción que generan los videojuegos y analizar la propuesta lanzada por ciertos autores de una ludificación aplicada a las relaciones sociales e, incluso, al proyecto de transformación y mejora de nuestro mundo.

Cualquier videojuego es efectivo en la medida en que atrapa al jugador en un espacio-tiempo propio. Cuando se tienen menos elementos diseñados, más necesaria se vuelve la imaginación, y para comprobarlo in situ no hay más que contemplar a cualquier niño de unos cuatro años con un palo. Pero, conforme crecemos, buscamos una mayor sofisticación, y para la mayoría de las personas el mejor juego, el más adictivo, es aquel que les permite interactuar, ser autónomos, poner a prueba las habilidades y alcanzar éxitos de manera progresiva. Si a todo esto le añadimos el diseño de una realidad nueva, sofisticada, en la que tener la oportunidad de experimentar roles o situaciones que jamás podríamos o querríamos enfrentar en nuestra vida real, podemos comprender la absoluta adicción que suponen para muchas personas los videojuegos. En ellos es inevitable que el jugador acabe por experimentar lo que el periodista inglés Simon Parkin denomina cronolapsus[2], esa desconexión completa de la realidad que le permite a cualquiera estar durante horas enganchado a una máquina sin sentir hambre o sueño, simplemente concentrado y disfrutando.

Pero, por muy atractivo que sea un videojuego, el tiempo empleado frente a la pantalla se reduce al de una pasión inútil, triste, solipsista y vacua. Sin ir más lejos, este verano hemos tenido la posibilidad de comprobar cómo centenares de personas pueden reunirse en la calle no para crear comunidad o vínculos afectivos a través de la acción colectiva (política o festiva), sino para mirar las pantallas de sus teléfonos móviles con los que jugaban a Pokemon. Y allí estaban juntos en su reto solitario, compitiendo por arrebatarse muñequitos, pero con la absurda sensación de estar haciendo algo compartido y no tan estúpido como a mí me parecía, generando una especie de comunidad de la banalidad, en la que los treintañeros pretenden rebelarse contra el mundo de los adultos con un juego infantil e intrascendente.

Llegados a este punto, sé que muchos no necesitamos más argumentos para que nos repelen los videojuegos, pero aún así me interesa dar una vuelta de tuerca más al asunto a través de uno de los intentos más demenciales para legitimar las horas pasadas con las videoconsolas. Se trata de la teoría de la jugabilidad propuesta entre otros por la diseñadora de videojuegos y escritora Jane McGonigal, quien en su obra Reality is Broken se atreve a hacer consideraciones en muchas ocasiones sonrojantes. En su cruzada a favor de este tipo de juegos, McGonigal es capaz de decir que los jugadores se sienten atraídos durante horas por los videojuegos porque ya han tenido suficiente realidad[3] o porque, de hecho, la realidad no es capaz de sacar nuestro máximo potencial[4]. Con estas afirmaciones invierte de manera alucinada la lógica más básica que permite comprender a cualquier ser humano su lugar en el mundo, para disolver la realidad en el vacío de una partida. Lo más desconcertante es que para ello utiliza un lenguaje sumamente explícito, desenfadado y que se retroalimenta con lo estrafalario de la propuesta (no hay más que ver en internet su disparatada intervención en las charlas TED).

McGonigal va más allá de la explicación dada por Parkin en torno a la satisfacción que producen los videojuegos y que se basa en la solución positiva y constante de pequeños retos. El punto de partida que ambos comparten es que un videojuego nos alienta a continuar jugando a través de la mejora de nuestras habilidades, ganando puntos o vidas, pasando de pantallas, batiendo nuestras marcas, etc. Y que este sistema de recompensas resulta alentador no sólo durante el juego, sino que puede repercutir en la mejora del estado psicológico y la vida real de quien juega. Pero McGonigal lleva más lejos esta idea dándole la vuelta para afirmar que, de hecho, la realidad es tan decepcionante porque no es capaz de recompensar del mismo modo en que lo hacen los videojuegos. De tal forma que no se trataría, tal y como nos dicta el sentido común, de abandonar los videojuegos, entendidos como un refugio escapista, para transformar la realidad y que ésta sea más excitante, satisfactoria o justa; sino que el fin último sería volcar la dinámica de los videojuegos sobre lo real, para que el mundo consiga asemejarse lo máximo posible a ese entorno artificial y sea difícil distinguir lo real de lo virtual. En definitiva, deberíamos conseguir que la existencia de cada uno fuera como una sucesión de partidas.

Esta es la base de lo que se ha denominado como ludificación o gameficación. Una estrategia que comenzó a emplearse como técnica de marketing para la fidelización de clientes de las grandes cadenas comerciales, con las tarjetas que permiten acumular puntos, las aplicaciones para los móviles y demás. Pero la ludificación también se está tratando de introducir en la enseñanza y ahí entran los rankings de los mejores alumnos, el cronometraje de tareas, las insignias para quienes logren resolver un problema, etc., que consiguen mejorar el rendimiento de los mejores y aumentar la competitividad de los alumnos, a costa de imponer valores contrarios a la colaboración. Es decir, una mezcla más entretenida de conductismo y darwinismo social. Por eso en la extensión del propósito de convertir la vida en algo más divertido, excitante y productivo la ludificación también se extiende a las prácticas de solidaridad o de respeto al medio ambiente, pues los gamers también tienen su conciencia. El planteamiento de McGonigal es explícito: “¿Y si empezamos a vivir nuestras vidas reales como jugadores, llevamos nuestros negocios y comunidades como diseñadores de juegos y tratamos de pensar sobre la solución a los problemas del mundo real como los teóricos de los videojuegos?”[5].

Las posibilidades de usar la ludificación con fines altruistas serían evidentes, pues los videojuegos, según esta corriente, son capaces de alterar y mejorar nuestro estado de ánimo o la salud (mental y física). Por otro lado, para McGonigal, favorecen las relaciones con los demás o la empatía para comprender el sufrimiento y la injusticia, cuando los juegos tienen un argumento basado en estos valores (desde trabajar otorgando visados a refugiados hasta visitar zonas de guerra o catástrofes naturales). Consecuentemente, dependiendo del tipo de juego que se desarrolle, se pueden convertir en fuente de aprendizajes imprescindibles, de desarrollo de diferentes habilidades e, incluso, pueden llegar a mejorar nuestras prácticas democráticas. Por eso, estoy de acuerdo con el pensador y crítico actual de las tecnologías Evgeny Morozov cuando coloca toda esta teoría de la ludificación dentro del concepto del solucionismo tecnológico[6]: un nuevo culto cuyo misterio fundamental se resume en que las tecnologías y, más concretamente, internet, serían la solución a todos los problemas personales, políticos o ecológicos. De hecho, Morozov coloca el arrollador discurso de McGonigal a la altura del conocido filántropo Mark Zuckerberg, quien se dedica a difundir la palabra de internet por el mundo, como la forma más segura de alcanzar la paz y prosperidad de todos los seres humanos. Tampoco hace falta analizar demasiado la banalidad de los numerosos comentarios que Zuckerberg se permite, tan solo indicar que considera un derecho humano prioritario el acceso libre y gratuito a internet[7]. Algo que a la vista del mundo ultratecnólogico y mediatizado que estamos construyendo tiene toda su lógica, pareciendo un derecho tan importante como la vivienda, el trabajo digno o la libertad.

Mientras tanto, la realidad no nos ofrece esperanza, sino más bien al contrario, en muchas ocasiones resulta sumamente desalentadora. Y, claro está, los videojuegos sí proporcionan la recompensa justa al esfuerzo, tal y como señala McGonigal: “El juego elimina nuestro miedo al fracaso y mejora nuestras posibilidades de éxito”[8]. Todo ello dotando a cada aventura de un cariz épico del que carece nuestro mundo. Pues mientras el videojuego puede tener un sentido a través de un argumento coherente y basado en la justicia, en contraste la realidad es absurda y caótica, ni protege a los débiles, ni castiga a los criminales. De esta idea, McGonigal concluye que la nueva esperanza utópica para la transformación del mundo se encuentra en la progresiva ludificación de los gestos solidarios. Para comprenderlo mejor nos ofrece varios ejemplos, entre ellos el de Chore Wars que consiste en algo tan “gratificante” como encargarse de las tareas del hogar. Según McGonigal la transformación de la cotidianidad que provoca jugar con Chore Wars es casi sobrenatural, pues de repente todos los miembros de la familia consiguen competir para realizar de la manera más eficiente las labores de casa. Sin embargo, igual que sucede con el resto de los juegos, su interés es temporal y al cabo de varios meses la situación vuelve a estancarse y toca discutir por ver quién lava los platos.

Lo que me resulta patético de todo el planteamiento que hace McGonigal es que aunque sus jugadores prototípicos estén hambrientos de compromiso transformador (de desarrollar las habilidades adquiridas delante de la pantalla en una realidad más gratificante, divertida y justa), está claro que eso es pura fantasía, pues, en contraste, cuanto más juega y se evade en la pantalla nuestra sociedad más se deterioran las relaciones personales y menos actos de solidaridad básica se llevan a cabo. Pero, además, si nos fijamos en las consecuencias éticas a medio y largo plazo, éstas quedan también muy claras, pues se pone fin a la autonomía humana. El compromiso con un mundo mejor deja de ser un acto de libre voluntad moral, para pasar a ser una prueba más en la sucesión de pantallas en las que se ha convertido la existencia. Entonces, quienes han diseñado y comercializado el nuevo juego de moda deciden que es el momento de mostrar más interés por el hambre en África o por el cambio climático y los obedientes jugadores echan partidas hasta que se aburren y los sustituyen por otra cosa.

Tanto Parkin como McGonigal no paran de poner ejemplos de juegos que obligan a la empatía y la compasión a través de historias trágicas más o menos realistas. Sin embargo, considero que el efecto es justo el contrario, porque los videojuegos nos desplazan a un universo en el que ya no se siente miedo. La fascinación por los ambientes preapocalípticos o extremadamente violentos de muchos de estos juegos nos seduce mientras elimina la posibilidad de evaluar correctamente la realidad en la que vivimos y que en muchas ocasiones debería atemorizarnos. No hay más que enfrentarse con un entorno en el que se propone una crisis energética para que dejemos de sentir miedo por lo que realmente nos está pasando (que no es para tanto si lo comparamos con un apocalipsis zombi, por ejemplo). Y, sin embargo, de nuevo McGonigal le da la vuelta al sentido común e indica que el distanciarnos a través del elemento lúdico nos permite dejar a un lado ese terror que nos paraliza en determinadas ocasiones, para poder tomar mejores decisiones, más productivas y que permitan que ganemos la partida[9]. En contraste, pienso que convertirnos en fríos soldados al servicio de las reglas del juego solidario de turno no nos va a permitir evaluar mejor y actuar en la transformación el mundo. Ya indicaba Günther Anders con respecto al desarrollo de la energía y las armas nucleares que deberíamos estar aterrorizados ante el futuro, pero que vivimos en la época de la incapacidad para sentir miedo. Y sin miedo suficiente, sin la angustia y tristeza por nosotros y por los demás que son necesarias para la empatía, no tomaremos partido por la verdadera transformación de lo real.

Poco a poco se apagará el éxtasis colectivo de Pokemon Go, que será sustituido por otro juego similar. El objetivo fundamental con el que se lanzó ya se ha conseguido: podemos entender que la realidad aumentada a través del móvil es mejor que la realidad a secas. Jugar con esos pequeños dispositivos está al alcance de la mano, es apto para todas las edades, es barato y cómodo, es divertido y se puede jugar en grupo. Imagino que la gente que ha estado enganchada a Pokemon se dirá a sí misma algo como “Las horas se me pasan volando, pero sé que comparto algo, que esto es importante, ¡si hasta sale en el telediario!”. En todo caso, Nintendo siempre donará parte de sus beneficios a la construcción de un hospital en Siria o, mucho mejor, añadirá una aplicación nueva y cada tres monstruitos que consiga cazar donaré 1 céntimo al hospital. ¿Se puede pedir más?

MARIA-SANTANA-HCH María Santana Fernández, Sevilla, 14 de agosto de 2016

[1] HUIZINGA, Johan (2004), El homo ludens (trad. Eugenio Imaz Echeverría). Madrid: Alianza Editorial.

[2] PARKIN, Simon (2016), Muerte por videojuego (trad. Elaine Threepwood). Madrid: Turner Publicaciones.

[3] McGONIGAL, Jane (2011), Reality is Broken. Why Games Make Us Better and How They Can Change the World. Londres: Jonathan Cape.

[4]Reality isn’t engineered to maximize our potencial. Reality wasn’t designed from the bottom up to make us happy”, en McGONIGAL, Jane (2011), Ibid., p. 3.

[5]What if we started to live our real lives like gamers, lead our real businesses and communities like game designers, and think about solving realworld problems like computer and video game theorist?”, en McGONIGAL (2011), Ibid, p. 7.

[6] MOROZOV, Evgeny (2015), La locura del solucionismo tecnológico. Buenos Aires: Katz editores.

[7] Mark Zuckerberg critica la carrera por el 5G mientras medio planeta no tiene acceso a Internet en La Voz de Galicia, 22 de febrero de 2016.

[8] “Games eliminate our fear of failure and improve our chances for success”, en McGONIGAL (2011), Ibid., p. 68.

[9]We can change our real-life behaviors in the context of a fictional game precisely because there isn’t any negative pressure surrounding the decision to change. We are motivated purely by positive stress and by our own desire to engage with a game in more satisfying, successful, social, and meaningful ways.”, en McGONIGAL (2011), Ibid, p. 311.