Sobre la publicación de libros hoy

HCH-2-BAUDELAIRE-PARIS-EYAL-STREETT HCH 4 / Mayo 2015

Sobre la publicación de libros hoy, por Delia Aguiar Baixauli

Me complace escribir por primera vez sobre un tema que no es tan abstracto e indefinido como lo es la pobreza, la compasión, la verdad, etc., temas de los que me he ocupado hasta el momento presente. La publicación de libros es un ejercicio que nos queda muy cercano a los que nos dedicamos a las letras; a muchos escritores les habrá creado más de un conflicto y algún quebradero de cabeza.

Actualmente, son algunas las opciones de las que dispone un autor para que sus libros vean la luz, pero, en general, estas se dividen entre la publicación y la auto-publicación. Ambas se convierten en el quid de la cuestión y compiten como dos equipos diferentes o casi como dos corrientes filosóficas opuestas, como compitieron, por ejemplo, empiristas y racionalistas. Dejando a un lado las comparaciones, la cuestión es que hoy en día existen muchas facilidades para que un autor publique su libro sin la aprobación de un editor, sin que exista esa figura mediadora entre una determinada obra y el público. Pero ¿quién es ese desconocido que se hace llamar editor y que, al menos hasta hace algunos años, gozaba de cierto estatus, y en las tertulias y reuniones literarias era admirado e incluso perseguido por los autores para lograr captar su atención con vistas a un posible contrato?

El editor es, en primer lugar, alguien que posee un capital para invertir en crear una editorial, del mismo modo que otros invierten en bolsa o en construir viviendas. Pero el capital no suele ser suficiente para ese tipo de negocio, que requiere de unos conocimientos sobre el género literario que se desea publicar en la editorial. No solo sería suficiente saber de gramática o de maquetación, sino también tener un cierto grado de cultura que permita disponer de una visión del panorama literario de una época y un lugar determinados. Si no los posee, puede ayudarse de colaboradores o empleados que sí los posean, y hacer que sean ellos, entonces, quienes le asesoren a la hora de elegir qué publicar. Así, para un libro sobre informática, bien se podría mandar a un informático que lo lea y lo juzgue; y para uno de narrativa, a un narrador consagrado; y para uno de filosofía, a un filósofo; y si se trata de un libro de investigación, a alguien que sepa cómo se halla la cuestión investigada. Esta ventaja sería la que podría facilitar un editor, el factor puente, algo a lo que, a veces, no tiene acceso un escritor. Por desgracia, muchos editores carecen de estos conocimientos y no siempre se rodean de personal adecuado, por lo que la aparición de un libro queda a expensas de su sospechoso criterio. Una sociedad y su formación dependen, en parte, de estos editores, aunque el porcentaje de su influencia sea mínimo, ya que la educación impartida en escuelas y universidades carga con el mayor porcentaje. Pero, aunque sea mínimo, existe, como existe el riesgo de algunas radiaciones sobre el cuerpo humano.

Puesto que no hay tal cosa como una formación específica para ser editor, y puesto que puede serlo cualquiera (a veces, incluso los que escriben con faltas ortográficas), no es comparable la tarea de los editores a la de los médicos, no cabe un argumento de tipo “algún especialista tiene que evaluar si un libro merece ser publicado”. El día que exista algo así como una “Facultad de Edición” donde sus estudiantes y futuros editores se formen en esta tarea, como existe una Facultad de Químicas o de Biología, cuando haya personas verdaderamente cualificadas para que, con conocimientos serios y profundos sobre la escritura en general y sobre la cultura de un país, sobre sus necesidades y sus inclinaciones —y no solo en labores de maquetación, para la que existen ya eficientes programas informáticos—, puedan juzgar con criterio y acierto o seleccionar a sus especialistas, entonces se podrá decir que la auto-publicación es un error, un saltarse las normas. Mientras tanto, el editor es tan apto como el autor para publicar libros.

Pero no seamos tan pesimistas y pensemos que el editor es un ser responsable y concienzudo que se ha formado, que goza del mejor gabinete de asesoramiento y que los años de experiencia en su trabajo le avalan. El autor debería ver en él, entonces, al verdadero evaluador de sus creaciones y, por tanto, confiar en su criterio. Uno de los argumentos que podría darse un autor a sí mismo para no auto-publicarse podría ser ese: “La obra debe haber pasado algún filtro, alguien debe haber apostado por ella, alguien tiene que haber confiado en mí como autor”. Ese papel del mediador y del “padrino”, por decirlo de alguna manera, es crucial para muchos escritores. Es como si la confianza en ellos mismos no fuera suficiente, como si necesitaran la mano que tire de su brazo para subir las escaleras.

La auto-publicación, entonces, ¿para quién queda? Queda para dos tipos de individuos que son completamente idénticos en un sentido pero opuestos en otro. Son idénticos en la autoconfianza, en la valoración positiva de sus capacidades, en la estima de su propio talento, pero sin duda tienen que ser diferentes en algo: la correspondencia entre el talento real y su creencia en él no siempre coinciden. Por decirlo alto y claro, no todo aquel que cree que ha escrito un buen libro lo ha escrito de verdad. Y esto es un hecho que puede comprobarse, ahí están los numerosos libros que salen a la venta y, lamentablemente, ni todos tienen la calidad suficiente ni están bien escritos. ¿Podría haber solucionado esto el mediador, es decir, un editor que juzgara? Es posible, pero, puesto que él tampoco es infalible, la cuestión quedaría sin resolver. Es bien sabido que son muchos los buenos autores —ya sea de narrativa como de filosofía— que nunca encontraron editor, que fueron rechazados una y otra vez y que, o bien tuvieron que morir sin ver publicada su obra, o bien tuvieron que rascarse el bolsillo para pagar una imprenta. Ante este problema ¿qué solución adoptar?

La más adecuada parece ser que sean los lectores quienes tomen la palabra y manifiesten lo que les interesa. Es decir, poner herramientas al alcance de cualquiera que tenga la suficiente confianza en sí mismo como escritor para que pueda publicar sus libros (como están haciendo algunas plataformas que imprimen libros bajo pedido), y dejar que sea el lector quien se incline por una cosa o por otra, que sea él quien exprese cuáles son sus verdaderos intereses.

Pero hagámonos la misma pregunta que nos hacíamos sobre el editor. ¿Quién es el lector? El lector bien puede ser una persona golosa que, del mismo modo que come bollería o mariscos en abundancia —aun sabiendo que estos perjudican su salud—, consuma libros de la más baja calidad, quizá solo porque le divierten o le entretienen, o según las modas, pero que de ninguna manera mejoran su calidad humana o su capacidad de comprensión. Encontramos entonces que defender esta especie de liberalismo de las publicaciones llevaría implícita la condición de renunciar a cualquier creencia en una labor educativa de la literatura, porque todo sería apto para ser legible, lo que para algunos supondría algo semejante a dejar que los enfermos se curen por sí mismos, se operen unos a otros o se administren los medicamentos que ellos consideren.

Pero ¿es acaso una tarea del editor juzgar y recetar remedios para esa sociedad, suponiendo que el escritor pudiera proporcionarlos? El editor no puede ser, al menos directamente, el supuesto protector de las conciencias de los ciudadanos como lo es de los cuerpos el médico. La tarea directa de la educación ha de estar en manos de un profesorado que, a su vez, siga los dictados de un Ministerio que, sin lugar a dudas, dirige la formación de los habitantes de una nación. La obra de un escritor solo puede ser un recurso más del que, si llegado el caso, se hacen eco los educadores, podrían estos sugerirlo o dictaminarlo para un grupo concreto de alumnos. El editor, pero también el escritor, si intentan más que eso, si pretenden abarcar demasiado o tener de antemano influencia sobre la sociedad, están perdidos ante un océano. El editor nunca es infalible, y el escritor tiene que vivir tranquilo, dar vida a sus intuiciones y conformarse con que su obra sea accesible. El punto final al trabajo del escritor no pasa por apretar la última tecla, sino por cerrar el círculo dando la posibilidad —y subrayo la palabra posibilidad— de que sus textos puedan ser leídos. Con esa mera posibilidad ya sería suficiente. La mayor o menor promoción de sus libros, el número de ventas, el público que le sigue, etc. deberían ser cuestiones ajenas a él, que no le incumben lo más mínimo. El tiempo dirá si su trabajo era necesario, bien para entretener, bien para educar, incluso bien para perjudicar o malograr. La liberalización que tantas pasiones suscita hoy ha de existir con todas las consecuencias. Y, al fin y al cabo, si existe algún salvador, ¿no es cada uno el suyo?

Delia Aguiar Baixauli, Madrid, 3 de abril de 2015

PARA LEER EN PDF (pp. 40–44): HCH-4-MAYO-2015