El problema de las caricaturas

HCH-3-JE-SUIS-CHARLIE HCH 3 / Marzo 2015

El problema de las caricaturas, por Delia Aguiar Baixauli

La mayoría de los ateos son partidarios de la libertad de expresión y creen que nada hubo de censurable en las caricaturas realizadas a Mahoma por algunos dibujantes de la revista parisina Charlie Hebdo. Y, en cualquier caso, piensan que, del mismo modo que un religioso podría ofenderse porque caricaturicen a sus santos, también podría un ateo ofenderse por ver crucifijos en los hospitales. Sin embargo, esto último parece tener poco fundamento, ya que en el ateo existe un vacío respecto al sentimiento religioso. Lo religioso —al menos aplicado a una religión concreta— no significa nada para él. Así, muchos ateos visitan catedrales y las contemplan como un objeto bello, son capaces de separar la significación o el simbolismo que estas poseen para los católicos y de disfrutar estéticamente de su visión. Un crucifijo, desde luego, no es un objeto bello, y nada hay que contemplar en él para un ateo (a no ser que se trate, por ejemplo, del de Velazquez o del de Cellini). Para este, si de verdad es consecuente con sus ideas, el crucifijo no será más que un par de palos cruzados, y no puede haber ofensa alguna en su exposición por más que estos se encuentren en lugares públicos. Del mismo modo que saben dejar a un lado el significado de las catedrales, también deberían poder dejar a un lado el significado de las cruces. Es decir, otorgarles cero significado. Así, ante una cruz, el ateo sentiría lo mismo que si alguien pronunciara un nombre que no es el suyo: él no se daría la vuelta. Otra cosa es que a un ateo le obliguen a rezar, por ejemplo, como se hacía antes en los colegios. Eso sí podría ser ofensivo, pero no por su ateísmo, sino porque le están obligando a hacer algo que no quiere hacer, como si le obligaran a besar a alguien a quien no tiene ganas de besar.

La idea de que la razón es un privilegio de los ateos y la fe es un privilegio de los creyentes está pasada de moda. Ambas, razón y fe, pueden convivir pacíficamente y pertenecen a terrenos distintos; que la fe sea un ataque a la razón y un insulto a la inteligencia es una idea trasnochada que pudo tener su auge en la época de la Enciclopedia, pero hoy tenemos claro que ni siquiera las verdades que provienen de la razón, incluso de la filosofía, son verdades firmes, ni siquiera sabemos qué es exactamente eso de la inteligencia y el sentido común. Coincidimos en que la razón es pensamiento por conceptos, pero de lo otro sabemos poco. De lo que sí sabemos más es de los sentimientos, y si le tocaran a un ateo algo que realmente valora y que tuviera importancia para él, entonces se sentiría igualmente ofendido. Nada justifica la venganza de los terroristas en París —cruel y terrible—, pero eso no significa que la acción de los dibujantes, la burla de lo que para los otros era importante y sagrado, haya sido moralmente correcta.

La libertad de expresión tiene que tener unos límites, quizá no regulados de manera legislativa, pero sí en la conciencia de cada uno. En el colegio nos decían que uno se podía divertir sin molestar y sin ofender a los otros. Es una cuestión de buena voluntad el no hacer chistes sobre algo que es delicado para el vecino. También se puede adoptar una posición demoledora y asumir el lema de “al que no le guste que se aguante, es su problema”, tirando adelante con todo, arrasando. La ley lo permite, pero no es correcto. Creo que a los franceses se les ha subido demasiado a la cabeza lo de la “liberté”.

La defensa de la plena libertad es una utopía, nadie es libre al cien por cien, suponiendo que exista algo como la libertad. Tenemos restricciones tan cotidianas como las que vivimos al cruzar una calle —teniendo que esperar el color verde—, y no podemos, por ejemplo, aparcar donde queramos o tomar de un comercio lo que nos place y marcharnos sin pasar por caja. No “necesitar restricciones” supondría que todas las personas fueran absolutamente responsables de sus acciones y que, además, fueran justas. No sucede así, por desgracia. Cada cultura tiene sus reglas, y hay una en el mundo islámico que consiste en no poder retratar al profeta. Si esa ley es injusta es asunto de su cultura, y serían sus propios miembros los que tendrían que luchar por cambiarla, pero no nosotros. Dicho sea de paso, convendría también apuntar que el problema de la radicalidad de algunos núcleos del mundo islámico y lo estricto de sus normas va más allá de su religión, y que en virtud de una falsa religiosidad se está transformando la conciencia de una minoría con algo que ya no es religión, sino dominación, una manera de que los de arriba recuperen unos poderes —territoriales, culturales, económicos, etc.— disfrazándolo de otra cosa, otra cosa para la que cierta gente es una presa fácil. Si no existieran esas dobles intenciones o ese “en nombre de” con el que manipulan algunos, las personas religiosas serían muy pacíficas. La prueba está en que la mayoría de los musulmanes no son radicales.

La caricatura es un arte, es cierto, pero no es un “método de conocimiento”, como algunos sugirieron hace días. ¿Qué conocimiento producen? Yo voy a la Plaza Mayor y pido una caricatura. Me la hacen y lo que ella me muestra es que yo soy caricaturizable, que mis rasgos —que en el espejo veo más o menos proporcionados— pueden exagerarse, que me pueden hacer una nariz de pepino, unos ojos de avispa o una barbilla como un tobogán. Pero eso ya lo sabía. ¿Me dan a conocer lo relativo de toda creencia? Eso no es un conocimiento, es una opinión, la opinión, probablemente, de todo europeo moderno que, además, suele ir acompañada del deseo imperioso de imponerla a los otros. Todos, como él, deberían ser relativistas. Pero para esta gente no hay nada de relativo en sus creencias, para ellos Mahoma no puede ser retratado bajo ninguna causa. Y eso es lo que creo que habría que respetar. No se pueden barajar elementos de otra cultura (los “ídolos” ajenos) con herramientas de la nuestra, porque la mezcla resulta complicada. Para nosotros las creencias son relativas, pero esa idea es un fruto de nuestra mentalidad ilustrada, y querer imponer esa idea a los otros parece un residuo de nuestro viejo colonialismo.

Lo mejor, lo ideal, sería que todos fuéramos fuertes, que tuviéramos una coraza y que las palabras crueles o las ofensas que nos dedican nos resbalaran. A la mayoría de la gente creo que le sucede eso, que son verdaderos estoicos. Pero la sensibilidad de la gente no siempre es a prueba de bomba; y sufre, se enfada y se enfurece cuando le tocan aquello que más le importa. Y entonces hay que ajustar lo que uno hace o dice a los otros. Convivir. No se puede exigir a todo el mundo que permanezca en la indiferencia, porque no sería justo, porque, además, sería inútil. ¿No es entonces más adecuado ir por el mundo mirando un poco más allá de nosotros, aunque eso suponga perder alguna “libertad”, si es que existe de verdad tal cosa? Es decir, mi posición sugiere un poco más de equilibrio entre libertad y fraternidad, pero, insisto, los franceses se han quedado con uno solo de sus viejos ideales.

En la estación donde tomo el tren casi a diario suele haber un vendedor ambulante de hierbas y especias. Es marroquí, y pone sus productos a la venta en el suelo. A ciertas horas se levanta, toma un cartón en la mano y se aleja unos cuantos metros. Extiende el cartón en el suelo y se pone de rodillas sobre él para comenzar sus rezos. Aunque yo no haga lo mismo ni comparta sus creencias, siento un profundo respeto por su acción, una admiración casi misteriosa que me deja muda, y, aunque no la comprenda del todo, nunca me atrevería a insultarle ni a reírme de lo que está haciendo. ¿Acaso alguien se atrevería? Pues me parece que las caricaturas son, indirectamente, una burla hacia eso que el marroquí practica a diario.

DELIA-AGUIAR Delia Aguiar Baixauli, Madrid, 29 de enero de 2015

PARA LEER EN PDF (pp. 9–12): HCH-3-MARZO-2015