Para una teoría angélica del arte (y III). La belleza

HCH-9-LOGO-JIANGYN-RD HCH 9 / Marzo 2016

Para una teoría angélica del arte (y III). La belleza[1], por Víctor Bermúdez Torres

Definíamos “arte” como la clase de aquellos objetos, eventos, acciones, etc., relacionados con representaciones de tipo estético o sensible (es decir, con imágenes, en sentido amplio), generadas por la imaginación en un uso libre e intencionado de la misma, y que son reconocidas como bellas por un cierto tipo de facultad relacionada con la emoción a la que denominamos “gusto”. De todo lo que hay contenido en esta definición, queríamos subrayar tres cualidades, a nuestro juicio esenciales, para delimitar el ámbito de lo artístico: (1) el carácter formal de la actividad estética; (2) la relación con lo posible que supone toda “creación”; y (3) la belleza. El objetivo es pensar en lo que suponen estas tres propiedades para el entendimiento de lo que es el arte. En el primer ensayo de esta “trilogía”, titulado Para una teoría angélica del arte (I): Forma estética y trascendencia[2], ya nos ocupamos de la primera de ellas (el carácter formal y trascendental de lo estético). En el segundo ensayo, titulado Para una teoría angélica del arte (II): Creación, posibilidad, inspiración[3], tratamos el asunto de la autonomía y la creatividad en el arte. En este tercero ensayo afrontamos el aspecto, creemos, más decisivo para determinar la especificidad de lo artístico: la belleza.

La relevancia de la noción de belleza

El arte no puede ser tan solo juego, invención de formas, y autodeterminación de reglas, aunque aparente serlo (y así lo sea en la consideración común). Su esencia no es el juego en sí, ni lo que, sin más, resulta de él. El arte es creación, pero hay creaciones artísticas y otras que no lo son. No toda innovación imaginativa y desinteresada es valiosa. Esto nos obliga a la consabida pregunta: ¿qué es lo que hace estéticamente valioso o artístico a las obras libres de la imaginación? Eso, sea lo que sea (y en lo que consiste la esencia misma del arte), es lo que la tradición llama “belleza”. Que el arte no tenga necesariamente finalidad (ni técnica, ni ornamental, ni ideológica, ni informativa…) quiere decir que solo tiene una finalidad posible: generar belleza.

La idea de belleza semeja un nudo de problemas y es objeto de todo tipo de disputas. O más bien lo era, pues la estética contemporánea evita todo lo que puede esta noción. Hablar de la belleza hoy parece de muy “mal gusto”, se sepa o no lo que esa expresión refiere. Pero, pese a todo, no parece que podamos prescindir de ese hablar. Sin una idea como la de belleza (se le llame como se le llame: “lo artístico”, “lo estético”, etc.) no habría forma de señalar aquello que distingue lo propio e irreductiblemente valioso del arte. Belleza es el término primitivo del arte (como “energía” lo es de la física, o “número” o “cantidad” de la matemática); reducirlo totalmente a otros términos es imposible sin acabar, a la vez, con el propio arte. La pregunta por la belleza es la pregunta por el arte mismo. Si no logramos descifrar o, al menos, pensar su misterio, solo tendremos dos opciones: o bien renunciar a considerar explicable el arte (opción que conduce al absurdo – ¿cómo reconocer, entonces, aquello que no podemos explicar? – ), o bien suponer, como en los enfoques más reduccionistas, que el arte no sea, en el fondo, sino una especie de algún otro género de actividad o experiencia conocido pero aún no perfectamente delimitado.

La consideración inmanentista de la belleza y sus problemas

Ya hemos mencionado, en otras partes de esta “trilogía”, algunos problemas de la consideración más inmanentista sobre el arte. La más común es ese tipo de “positivismo estético” que, en sus distintas versiones (naturalista, psicologista, culturalista, historicista…) intenta reducir la belleza a una clase u otra de datos positivos (biológicos, psicológicos, históricos…)[4]. Pese a su carácter falaz, estos enfoques son muy populares, así que les dedicaremos algo de atención. Para la generalidad de los mismos, la belleza artística es concebida como una relación adecuada (donde adecuada significa habitualmente “eficaz”, “adaptativa”, etc.) entre ciertas configuraciones del objeto estético, emotivamente estimulantes, y ciertas reacciones conductuales y psíquicas (acciones, emociones, creencias…) con valor adaptativo o, en general, neguentrópico (tanto en el ámbito natural como en el más específicamente social y cultural). La evolución y la experiencia habrían ido sedimentando estas relaciones en forma de patrones neurológicos, psicológicos, culturales, etc., de manera que dichos patrones serían, en gran medida, los elementos determinantes de la experiencia estética, al menos en la especie humana (y en sus variantes culturales). La versión más naturalista de todo esto es la que reduce la belleza a simples reacciones neuronales. La versión más especulativa, dentro del ámbito psicológico, es la que comprende el arte y la belleza, en general, como fenómenos de reorganización psíquica (mediante sublimaciones, proyecciones, etc.) de los sujetos, tanto individuales como colectivos, o incluso de la humanidad como un todo. Entre las versiones más culturalistas del enfoque positivo la más habitual es la que comprende el arte y la belleza como un producto ideológico, expresión de las creencias, ideas, valores, etc., de un determinado grupo cultural en un momento determinado de la historia.

Este tipo de planteamientos incurre en numerosos defectos, sobre los que no podemos extendernos ahora. Uno muy común consiste en asumir injustificadamente como válidas ciertas estimaciones vulgares o dogmáticas acerca de lo que es bello o artístico para, a continuación, registrar la actividad neuronal o la conducta, individual o social, asociadas a ellas. El neurólogo, o el psicólogo, describen con detalle lo que ocurre en el sujeto al experimentar algo como “bello”, pero en ningún caso pueden justificar que la calificación o juicio estético del sujeto sean objetivamente correctos (y, obviamente, hay que presuponer un grado esencial de objetividad en cuanto a aquello que investigamos; en otro caso la investigación sería inconcebible). A veces, se pretenden justificar inductivamente criterios de belleza a partir de estimaciones estadísticas sobre lo que la gente dice que le parece bello, pero este procedimiento es falaz: del hecho de que X personas consideren que Y es bello, no se deduce, en ningún caso, que Y lo sea. En general, los estudios descriptivos pueden dar información acerca de cómo se comporta la gente ante fenómenos preconcebidos como “artísticos”, o acerca de lo que esa misma gente cree que es bello, pero, de ningún modo, pueden decir nada sobre lo que el arte o la belleza realmente sean. Este tipo de error o falacia se da, igualmente, en muchos enfoques psicologistas o culturalistas del estudio del arte. En todos los casos se suelen confundir el plano descriptivo y el prescriptivo: lo que un sujeto, o un grupo cultural, o época, interpreta de hecho como estético, y lo que debemos considerar como tal.

Otro enfoque inmanentista común es el tipo de subjetivismo por el que el criterio de belleza aparece como indiscernible de una experiencia emotiva inefable y estrictamente subjetiva. Desde esta perspectiva, el arte y la belleza trascienden lo meramente natural o ideológico, y se conciben como pura emergencia desde la subjetividad o genio expresivo del creador (y como una suerte de reconocimiento, igualmente subjetivo, por parte del gusto particular del espectador)[5]. Este tipo de consideraciones, propias a la concepción común del arte en la época moderna, son estériles para la investigación e inconsistentes. Si lo bello es una especie de singularidad imposible de objetivar, ni siquiera podría serlo para aquel que la comprende así. Además, esta concepción incorpora numerosos elementos irracionales: cualidades indeterminables (como la “genialidad”), o milagros metafísicos, como el de la emergencia de lo bello (esto es: de la mayor perfección de lo sensible, de lo universal, etc.) a partir de donde se supone que no lo hay: la mera condición natural y particular del artista o el espectador. Pese a ello, se reconoce en esta concepción una característica esencial de la belleza: su carácter formal y trascendente con respecto a los fenómenos naturales y culturales.

La belleza como mediación formal

Desde un punto de vista objetivo, la belleza artística ha de ser una propiedad o cualidad de las imágenes u objetos estéticos. Dado que estas imágenes, como ya mostramos en la primera parte de este trabajo, son entidades fundamentalmente estructurales o formales y, por tanto, trascendentes, la belleza tendría que ser un tipo de propiedad (o propiedades) relativa a la forma (e igualmente trascendente); una forma de formas; o un tipo de relación de la forma con respecto a sí misma.

¿Qué relaciones generales pueden darse en lo formal y cuál de ellas podría corresponder a la belleza? Antes que nada, parece claro que, al hablar de relaciones en el seno de lo formal, estamos despejando ya los modos más extremos de ser de la forma, los que, en la escolástica antigua, se deducían de una consideración absoluta – no relacional – del ente: la unidad (unum) y la “cosidad” (res). Ni la forma de toda forma o forma en sí (la idea, el ser o unidad misma), ni lo que podríamos llamar la forma fuera de sí (la cosa hilemórfica, la forma particular en cada individuo o evento físico), corresponden, pues, a lo que buscamos. La forma bella no es ni absoluta forma o unidad (con toda relación superada), ni tampoco ese mínimo grado de formalidad que es el objeto físico (en el que la relación de la forma sería con la materia). Por decirlo de modo mítico, la belleza no es ni Dios (la máxima realidad, no necesitada de relación), ni una simple forma caída o creada (los “puros datos”, las cosas concretas en movimiento y necesitadas de cualificación, orientación, consciencia de sí…). Entre estos dos extremos, la belleza ha de ser una forma intermedia, angélica; algo que, precisamente, cualifique, oriente, dote de consciencia al ente.

Hay dos modos esenciales o trascendentales en la relación de la forma, en general, consigo misma. Y los dos se dan a través de la mediación humana, constituyéndola, a su vez, como tal. Son la reflexión y la intención moral (el conocimiento y la voluntad, la teoría y la praxis). Por el primero, la forma se concentra y flexiona, haciéndose objeto de sí en la actividad cognoscitiva. Es, diríamos, la forma para sí: el modo del conocimiento y la búsqueda de la verdad. En el segundo de los modos la forma se dilata y estira, con la intención de transformarse (y transformar el mundo) en algo más ordenado conforme a fin o forma ideal. Es, podríamos decir, la forma hacia sí, el modo de la acción (moral y política), de lo volitivo e imperativo. No nos extendemos ahora en esto, pues vamos a otro sitio de la geografía del ser (y del ser humano).

El ente, en la expresión relacional más compleja que de él conocemos, que es la del ser humano, no se agota en aquellos dos modos de relación de la forma consigo misma (conocimiento y voluntad, verdad y bondad) que, a la vez, le constituyen. Aún tiene que haber en el ser humano otro modo relacional de la forma constituyendo o dando forma a su especificidad. Entre la forma fuera de sí, que es, en nosotros, la mera corporeidad animada, y la plenitud de nuestra identidad (nuestra forma en sí) no solo hallamos reflexión e intención moral, intelección y virtud, idea e ideal. También reconocemos un vínculo entre esas mediaciones o relaciones “espirituales”, de un lado, y la pura corporeidad del ser orgánico que somos y son las cosas. Este posible vínculo es, diremos, la relación que incumbe a la belleza en cuanto elemento o región del sujeto trascendental. El correlato objetivo de este vínculo estaría, a su vez, en la relación entre el ámbito de las ideas y modelos ideales, de un lado, y el de las cosas o realidades físicas, del otro. Todo esto no es nada nuevo, por cierto. Una concepción que se repite en la historia de la filosofía es la que considera al arte y la belleza como el logro de la expresión imaginativa de la idea (siendo la imagen – en su doble aspecto objetivo y subjetivo – esa mediación entre lo físico y corpóreo de un lado, y lo espiritual e ideal del otro). Intentemos profundizar en esta condición mediadora o angélica de la belleza.

La belleza como “forma de sí”. “Adjetividad” y emotividad

La forma para sí, y la forma hacia sí (reflexión y voluntad) constituyen lo más sustancial del ente mediador que somos. En una analogía con el lenguaje (la estructura que, seguramente, mejor nos representa), conocimiento e intención moral corresponderían a los dos “lados” del juicio: el descriptivo y el prescriptivo (o a dos de las funciones comunicativas esenciales: enunciación y exhortación). Que ambos aspectos representen lo más sustancial del ser humano (la forma “sustantiva” y “verbal”, por así decir, de ese ser) significa que son su estructura o forma fundamental, su “cualidad primaria” en el orden ontológico: el ser humano es el ser que (más y mejor) conoce y actúa, entiende y quiere… Pero esta doble relación (reflexiva, volitiva) de la forma en el hombre no es lo único que lo constituye. Si exploramos su lenguaje hay elementos que no tienen naturaleza sustantiva ni proposicional, que no son juicios (aunque forman parte de ellos), o usos o funciones comunicativas que no son inmediatamente declarativas o prescriptivas (sino que parecen estar dirigidas a expresar, enfatizar, o a una suerte de fruición o gozo). A todo esto nos gustaría llamarlo ahora (aunque sea de modo vago y aproximado) lo “adjetivo” (o “adverbial”) del lenguaje – y del hombre –. Lo adjetivo (o adverbial) no como propiedad (o modo) de una sustancia (o acción), pues así sería parte, incluso esencial, de esa sustancia (o acción), sino lo adjetivo (o adverbial) en sí, lo “cualitativo” entendido no como cualidad de la sustancia (que sería su sentido primario), sino – liberado de aquella – como cualidad de sí. La belleza, sugerimos, es aquello que refiere, primariamente, lo más “ontológicamente secundario” de la cualidad: su misma entidad de cualidad, lo adjetivo en sí. No se me ocurre una forma mejor de expresarlo que como la “forma de sí” (ese “de si” sería la versión netamente cualitativa del “en sí” de lo sustancial). Entre la “forma en si” y sus dos mediaciones sustantivas (la “forma para sí” o reflexión, y la “forma hacia si” o voluntad), de un lado, y la cosa tangible (la “forma fuera de sí”), estaría la mediación propia a la belleza: la “forma de sí”. Lo bello no sería, así, una mera cualidad de las cosas (relativa a su vínculo con lo ideal a través de la mediación humana), sino una recreación de lo propiamente cualitativo de la cualidad – con cosa o sin ella – (relativa a un juego similar con las propias relaciones que la belleza representa o sugiere, y que mencionaremos después).

En el lenguaje más psicológico, esta “pura adjetividad” que nos parece que es lo bello se correspondería con lo emotivo. No por casualidad: la emotividad es, también, la facultad más propiamente adjetiva o adverbial de la psique (su función es enfatizar, subrayar, dotar de cierto color al juicio – más o menos elidido –). Así, del mismo modo que la reflexión y la intención moral son función, respectivamente, del entendimiento y la voluntad, la experiencia estética sería función, esencialmente, del sentimiento y la emotividad. La belleza, como dice el filósofo (y el poeta), es lo que agrada contemplar[6]. Ahora bien, lo que agrada es porque es agradable. Y de qué es lo agradable (y por qué) en aquello que contemplamos al experimentar la obra bella (pues hablamos, aquí, de la belleza en el arte – no directamente de la belleza del conocimiento, de los actos, o de la naturaleza –) es de lo que se trata de hablar. ¿Qué es lo que hace agradable a esa relación y a esa “forma de sí” que es la belleza?

La belleza como nodo de relaciones

La belleza parece ser un nodo de una red (o escala) muy peculiar; delimitarla es delimitar relaciones. Esto, de nuevo, no es nuevo. La belleza – se ha dicho reiteradamente – es una cierta (adecuada) relación entre cosa y forma, entre lo tangible y lo formal en cualquiera de sus aspectos más generales o modos trascendentales (lo valioso o ideal, lo verdadero o claro, lo unitario o pleno). Dicho con los términos de la ontología tradicional: belleza es la pura forma (la unidad del ser) – y su doble relación (más sustantiva) consigo misma (verum, bonum) – en tanto aparentemente dada en lo tangible de la cosa estética o imagen contemplada. En términos psicológicos: es la comprensión – y sus mediaciones (reflexión, voluntad) – en tanto sentida como emoción peculiar en la experiencia sensible de la obra o cosa estética. La belleza es, así: apariencia de unidad (verdad y bondad), en lo tangible, percibida con una emoción o agrado peculiar. Profundicemos ahora, con más detalle, en esta noción de belleza, tanto en sus aspectos objetivo como subjetivo.

La forma de sí en el objeto estético

Desde un punto de vista objetivo, la belleza, decíamos, es un aspecto de la apariencia de la cosa. La apariencia de la cosa es su forma concreta, tangible, en cuanto imbricada en la materia. Esta forma, pese a todo, es, como ya vimos (véase la primera parte de este texto), lo que dota de límite y perdurabilidad a la cosa (esto es, lo que sustenta más básicamente su identidad, su aparecerse como tal – más acá de esta apariencia ya no hay nada, salvo la materia – ). Veamos en qué podría consistir este aspecto bello de la apariencia o forma de la cosa.

La belleza es, en en primer lugar, o en un sentido primario (pero no necesariamente el más importante), una relación de la forma tangible de la cosa (esa forma “fuera de sí” imbricada en lo tangible que es su estructura física y sensible) consigo misma, haciendo, en cierto modo, “abstracción” de la propia cosa. El primer nivel, diríamos, en el análisis de lo bello (no en su fundamentación ni, necesariamente, en su aprehensión) podría ser el de esta relación de la forma tangible consigo misma, dejando atrás la referencia al objeto y a su uso o función propia. Los artistas contemporáneos han jugado, con frecuencia, a descontextualizar los objetos con respecto a su ser o uso ordinario; pero este elemento primario de lo bello es, realmente, omnipresente en el arte. En el objeto pintado, el sonido o nota interpretada, o la palabra declamada, el objeto, el sonido o la palabra son la forma del objeto, el sonido, o la palabra misma, pero “depurados” de su ser y uso más sustantivos. Ahora bien, con esta pérdida de “sustantividad”, la forma del objeto (el objeto, todavía, pero en cuanto al ser de su forma tangible) ha ganado en cuanto a su propia cualidad adjetiva (se ha hecho, por así decir, “forma de sí”); y en esa ganancia consiste, precisamente, este plano primero en el análisis de la cualidad estética o bella de la forma. En él debemos situar los atributos clásicos de armonía de proporciones, simetría, euritmia, etc., todos ellos expresión del “orden” general consustancial a la propia forma; esto es, todos ellos expresión de la unidad (espacial y temporal) que, de diversos modos, da la forma a la materia, y que ahora, enfáticamente, se da, por así decir, la forma a sí misma. Diríamos que, a este nivel primario o básico, la forma se celebra a sí misma como puro límite y orden de lo tangible, haciéndose objeto (extensión, materia) de sí misma. Todo esto, quizás, se puede asociar a patrones biológicos y socio-culturales, y a reacciones emociones muy primarias (satisfacción, placer, distensión…), aunque solo como variaciones de una misma estructura y tipo de emotividad estética: aquella en la que la forma sensible se celebra (juega, aparenta, se afirma, se niega) a sí misma.

Ahora bien, lo bello no se queda en ser una cualidad puramente formal, dependiente de una mera compositio de los estímulos-sensaciones (colores, sonidos, etc.). Este enfoque formalista nos parece insuficiente; reduce el arte a su mínima expresión, a mera urdimbre ornamental (sería como reducir el signo al juego con el significante, o como reducir el habla a seguir las reglas gramaticales). La ganancia en “adjetividad” o formalidad-de-sí, tras haber dejado atrás el objeto sensible en su naturaleza y su uso propios, puede ser, también, ganancia en un tipo de “sustantividad” específica al arte. Dicho en otras palabras: el arte, como cualquier lenguaje, ha de tener significado, referencia y sentido (el suyo) –no solo significantes y reglas gramaticales– : ha de decir, a su manera o forma, “algo”. Y de lo que diga (y de cómo lo haga) creemos que depende –más sustancialmente aún que de la mera composición “formal” de la obra estética– su belleza. En el ejemplo clásico, no todo rostro formalmente compuesto (simétrico, proporcionado…) es igual de bello si expresa ira, o pavor, que si expresa alegría, o sosiego. La belleza (y por eso nos gusta más) es expresión y símbolo: remite, se “adhiere”, a algo. A algo que no puede ser ningún objeto o uso inmanente (todo eso se dejó ya atrás), sino más bien ideas, ideales, modelos, mundos completos. Es este vínculo con las relaciones superiores de lo formal (el bien, lo ideal, las verdades o ideas, la unidad de lo real) lo que ha de reportar las otras notas atribuibles a lo bello (expresión, conmoción, claridad, grandeza…).

La belleza como conmoción moral y expresión del ideal

 Queremos sostener que la obra de arte es sustantiva y gradualmente más bella cuando su forma tangible (esto es: el orden-como-tal, en su expresión más extensa o matérica posible) se relaciona, de un lado, con el objeto de la voluntad, con aquello que podemos llamar “ideal” (lo bueno o valioso) y, de otro lado, con el objeto del entendimiento, con las ideas mismas (lo verdadero y real). Y todo esto – de nuevo – en un cierto orden, en aquel por el que la obra se relaciona consigo misma como una unidad orgánica en todos y cada uno de sus aspectos (como unidad de lo múltiple, como fin en sí misma, como intuición comprensiva, como “mundo” o identidad de lo diverso…).

 La belleza como “forma de sí” establece sus vínculos con la mediación moral (con lo ideal objeto de la voluntad) de muchas maneras. Las mismas propiedades formales (proporción, euritmia, simetría,…) suponen ya una mínima axiología (orden, jerarquía, reglas, modelos). La actividad del artista, o – en otro sentido – del espectador, también introducen una obvia relación entre obra y moralidad. Por parte, especialmente, del artista, la obra adquiere, por ejemplo, el carácter de lo meritorio (esto es: de la expresión de lo virtuoso en un sentido fundamentalmente técnico). La obra puede adoptar, también, una función educadora, ejemplarizante, desde la pura forma (armoniosa, eurítmica…) que, se cree, moldea y atempera el carácter, hasta la “moraleja” de la fábula. Pero, como es obvio, el arte (y la belleza) es mucho más que virtuosismo técnico (esto corresponde, mejor, a la fabricación artesana). O mucho más que mera parábola o ilustración de modelos morales: el arte recrea y realiza, en cierto modo (lúdico, “adjetivo”, hipotético), estos modelos, los aparenta, los afirma y los niega, sugiere su vivencia estética, liberándolos de las condiciones reales de su realización efectiva…

 Como se ha dicho, el arte es una actividad libre – la belleza artística, tal como hemos dicho, comienza por una relación libre (independiente del objeto y su uso) de la forma consigo misma –. Sobre la libertad o autonomía del arte ya hablamos en la segunda parte de esta “trilogía”, dedicado al problema de la creatividad. La imaginación – decíamos – no se reduce a percepción y memoria, sino que genera (o descubre) formas nuevas, independientemente de la realidad dada o la tradición. Ahora bien, este vuelo libre de la imaginación no es mero capricho a ciegas; está inspirado por modelos ideales, todo lo vagos o indefinidos que se quiera, pero igualmente determinantes – más determinantes aún, dado el carácter casi inconsciente de los mismos – . La imaginación es, en cierto modo, indisociable de cierto grado de “idealizacion”. Hasta en las creaciones o interpretaciones estéticas más puramente formales (o matéricas), o las más espontáneas, hay una intencionalidad moral, consciente o no. Como el Eros del banquete platónico, el artista quiere procrear en la belleza, dar a luz sus ensueños, deseos, ideales, a través de la obra estética. Toda obra artística representa así, en menor o mayor grado, una trama o cosmovisión moral que, si es efectiva, ha de conmover a los que la contemplan. Podríamos decir que, en cierta forma, la actividad del artista (y la del intérprete de su obra) es una variación “des-sustantivada” (lúdica, hipotética, carente de peso existencial – pero cargada de emotividad – ) de la libertad y la vida moral humana…

 La belleza, eso que agrada contemplar, va acrecentándose según las dimensiones psíquicas por las que se extiende su reconocimiento (según las cuales va adquiriendo, además, variados matices afectivos), y en esa expansión el roce con la dimensión moral es fundamental. Lo más bello, habría que decir – en un parodia de lo tantas veces dicho – es lo bueno en tanto contemplado con (desde, a través del) agrado. Y como tal debe conmover. Con una conmoción indolora, fundamentalmente placentera, que, por así decir, reúna la delicia del juego (la acción libre de límites fácticos, consecuencias o dolor) con la magia asociada – desde tiempos inmemoriales – a la imagen y el símbolo. La conmoción estética no tiene efectos tangibles, pero genera la ilusión de transformar de algún modo la realidad (de viajar a otro lado) y al propio sujeto, de forma, a veces, catártica, y siempre en dirección a algo “brumosamente” anunciado por la imaginación, hacia algo mostrado, a la vez que velado, por el símbolo.[7]

 Desde la perspectiva objetiva de la obra, la conmoción o catarsis ético-estética se genera de mil maneras. En cualquier de ellas, esta “mayor belleza” será una adecuada relación entre la composición de la imagen estética y el orden de lo ideal imaginado por el artista (que puede imaginarlo y plasmarlo, también, de forma inversa – en la deconstrucción, la crítica, la expresión del desorden, la fealdad… –). La cuestión es la de cómo plasmar lo ideal en la forma tangible. Pues para esto no basta la “gramática” formal. La belleza puramente formal (la armonía de proporciones, el orden de la figura, la regularidad del ritmo, etc.) tiene su significado propio, moral e ideal, como vimos, pero este es muy limitado, hasta el punto de que tienta llamar a este modo básico de belleza como “ornamental” o meramente “decorativo”. El arte supone la capacidad de “crear” referentes desde la pura forma, es cierto, pero también, y sobre todo, crear o descubrir formas tangibles (imágenes) desde el propio ámbito del sentido y las ideas; esto es: imaginar y – aun de un modo muy “adjetivo” – , materializar la idea. El arte no es ni mera ornamentación (con un significado mínimo) ni mera ilustración de ideas (que casi vuelva irrelevante las cualidades formales de la imagen significante); sino relación (sensible y sentible) entre imagen e idea. Pero para pensar en la posibilidad de esta relación tenemos que ascender a otro ámbito de relaciones: el que se da entre la forma (la “forma-de-sí”) y el concepto o idea (la “forma-para-sí”), es decir, entre la belleza (en un sentido formal) y la verdad, o, más en general, entre el arte y el conocimiento.

La belleza como “intuición imaginativa” y como “ficción de plenitud”

 Todo lo dicho en este ensayo puede condensarse en una sola idea: el arte y la belleza se refieren a algo real más allá de lo sensible: a formas ideales con las que la imagen u objeto estético busca identificarse. Esta relación entre lo inmanente de la imagen (aun purificada todo lo formalmente posible de su inmanencia), y lo trascendente de la idea es la esencia misma de lo bello y lo artístico. Ahora bien, ¿cómo es posible esa “angélica” relación, si es que lo es? Aquí comienza, según creo, una disputa muy interesante, pero muy poco tratada en la filosofía del arte.

 Hemos insinuado que la mayor plenitud de la belleza está en esa expansión por el resto de las facultades o dimensiones psíquicas y, a su través, en la relación con el correlato objetivo (e ideal) de las mismas. Así, es más bella la obra que, a su belleza formal, aúna una significación moral o ideal. Ahora añadimos que es plenamente bella la obra que, a través de su belleza formal, “transparenta” (expresa, simboliza, representa) una concepción o idea de la realidad (o de alguna parte de esa realidad) con especial “claridad”. De hecho, la significación moral o ideal de la obra es (lógicamente) posterior a esta relación por la que la imagen ha de representar, con la mayor perfección y autonomía estética (formal) – no como mera ilustración – aquello sumamente valioso o verdadero que representa (el ideal, la idea). Ahora bien – y este es el mayor problema – : ¿Cómo es esta representación posible? Ciertamente, imagen e idea son entidades dispares, aparentemente inconmensurables. Ninguna idea incorpora entre sus propiedades esenciales la relación necesaria con tal o cual imagen. Una idea (o, por debajo, un concepto) vale más que mil imágenes. La imagen, hasta la más libre y formalmente lograda, es, a lo sumo, un ejemplar, una ilustración de aquello que representa. Pero ya hemos dicho que la belleza y el arte no consisten en simple ilustración. ¿Entonces?

En principio, ninguna imagen es capaz de representar todo lo que la idea (hasta la más insignificante) significa, lo que le condena, a la imagen, a ser siempre “ilustración”, mero “ejemplo” de la idea. Pero cuando esta imagen es bella, cuando es una obra de arteparece que sí, que sí que lo logra. Diríamos que la belleza, en tanto relación con el “verum” del conocimiento, es una (falsa, pero efectiva; es decir, ilusoria) representación sensible de la plenitud inteligible de la idea. El arte simula una supuesta intuición (imaginativa) de la unidad de las cosas; un “ (falso) atajo cognitivo” desde la imagen hasta lo más esencial de la idea (sin atravesar el camino analítico del concepto). Este “atajo” es ilusorio, falso, no lleva realmente a nada verdaderamente esencial, pero parece que sí, es verosímil, además de psicológicamente efectivo y emotivamente agradable [8]

¿Cómo es ese atajo o ilusión posible? Digamos, para empezar, que hay ciertas propiedades de lo aparente que alcanzan un grado especial de perfección en el arte logrado (es decir, en la apariencia que no parece serlo). Se me ocurren, al menos, dos: la inmediatez y la opacidad al concepto. Con respecto a lo primero, la belleza de la obra es todo aquello que produce la ilusión de comprender plenamente lo representado de forma inmediata, intuitiva (como cuando percibimos con naturalidad lo que son o significan las cosas, pero con la distancia reflexiva que procura la contemplación estética). Por lo segundo, esta plenitud sería función de una ilusión más compleja (y que supone mayor reflexión): la de conciliación entre lo limitado (de la imagen en su individualidad cerrada y concreta frente al concepto) y lo ilimitado (de las posibilidades interpretativas – en la “oscuridad” conceptual que supone la imagen[9] todo puede ser, siempre cabe otra interpretación, otra intromisión del concepto, de ahí el carácter abierto, inconcluso de la obra estética –). Dicho de modo más filosófico: la belleza, en su mayor manifestación o “resplandor”, generaría la ilusión de que podemos comprender lo representado en toda su “claridad” o plenitud “dialéctica” (en su unidad y su diversidad, en su finitud e infinitud, en su ser y su devenir), pero sin tener que desplegar ninguna dialéctica real, sino de un modo ilusoriamente repentino e inmediato. Por descontado que el artista cuenta con multitud de recursos “gramaticales” para ayudar a provocar este efecto con su obra (ambigüedad, polisemia, uso de símbolos, elipsis, elementos, nexos y técnicas de composición, etc.). Recursos cuya función se resume en algo muy sencillo (de explicar): el artista (y el espectador que comprende su obra) ha de proyectar la perfección puramente formal (que sí es posible) del objeto estético a aquello ideal que este representa (y cuya perfección o plenitud es, realmente, irrepresentable – menos aún por una imagen – ). En otras palabras: la perfección formal de la imagen ha de sugerir (transparentar, aparentar, ilusionar con) la perfección (imposible) de lo representado y lo expresado, y que el artista y el espectador, a través de la creación y la contemplación, lo intuyan como tal. Todo ello contribuye a que en la verdadera obra de arte parezca que no sobra ni falta nada, que en ella se representa un mundo íntegro y completo (del que no se precisa salir para entender nada), y en el que la plenitud de lo que se dice es análoga continuación a la totalidad o conjunto del cómo se dice.

Conclusión

Hemos intentado mostrar que la belleza en el arte es, desde una perspectiva objetiva, una determinada relación (armoniosa) de la forma tangible consigo misma (una “forma-de-sí”) que se “expande” o desarrolla en la medida en que se relaciona con ideales morales o “mundos posibles” a partir de representaciones figurada e ilusoriamente plenas de la realidad (es decir, representaciones imaginarias de conceptos e ideas), dando, así, lugar a una unidad o nodo orgánico de relaciones formales que constituye y representa la integridad y perfección culminantes de la obra de arte. Desde un punto de vista más subjetivo, la belleza sería también una síntesis o nudo de relaciones psíquicas, que aún anclándose en el agrado sensual correspondiente a la armonía de la forma estética, se despliega en el ámbito moral (en el que el agrado o placer sensual se sintetizan con los deseos y emociones morales – orgullo, indignación, esperanza… – ) y el ámbito cognoscitivo (organizándose con las facultades y emociones intelectuales: intuición, inteligencia, reflexión, evidencia, lucidez, asombro, confusión, perplejidad, etc.). La mayor unidad o armonía (organizada, jerárquica) de todas estas relaciones objetivas y subjetivas (de las objetivas y subjetivas consigo mismas, y de las unas con respecto a las otras) sería, si nuestra concepción es acertada, la medida de la mayor o menor belleza en el arte. Esto no es más, por supuesto, que una flecha o hipótesis lanzada al aire de la especulación (solo allí, si acaso, habitan los ángeles o ideas). Aún tendría que contrastarse con otras muchas concepciones, o desplegarse más, para probar su fortaleza. Por ejemplo, no sería difícil probar a caracterizar (y organizar) cada una de las bellas artes (y sus géneros, estilos o etapas) en relación con la visión del arte y la belleza que hemos presentado. Pero de todo esto tendremos que tratar en otra ocasión.

HCH-VICTOR-FOTO-GOOD Víctor Bermúdez Torres, Mérida, 3 de marzo de 2016

Doctrina

(Daniel Gil Segura, Doctrina. Técnica mixta –óleo y acrílico–, 2014)

[1]Este texto reelabora parte de los contenidos de una ponencia del autor titulada “¿De ‘dónde viene’ la inspiración del artista? Utopía de lo bello. Inmanencia y trascendencia en el arte”, expuesta originalmente en el Ateneo de Madrid, el 10 de mayo de 2014

[2] Publicado en Humano, creativamente humano (HCH 7)

[3] Publicado en Humano, creativamente humano (HCH 8)

[4] Para el positivismo estético, la consideración autónoma y trascendente del arte es poco más que una “sublimación” (ilusoria) de una clase de hechos naturales y sociales de carácter funcional (su función es adaptativa, conformadora, ideológica…). El arte sería una suerte de mito cultural. En este sentido, los juicios estéticos (“x es bello, artístico”) deberían poder ser reducidos a juicios descriptivos (juicios de hecho) que son competencia del científico

[5] Este tipo de “subjetivismo” estético concibe fundamentalmente al arte como expresión autónoma de la subjetividad individual. La belleza, cualidad o perfección estética que acompaña a esta expresión es reconocida por el gusto en un uso “puro”, no determinado más que por sí mismo. Bello es lo que (me) gusta. La facultad psíquica determinante en el arte sería, así, un tipo de emotividad (el propio gusto) primitiva o indefinible

[6] Píndaro antes que Tomás (Olymp., 6)

[7] Esta dimensión moral del arte y la belleza va mucho más allá de planteamientos materialistas, historicistas, o psicologistas. El arte (y la belleza que logra) contiene, en efecto, una dimensión utópica – una “(in)conciencia anticipante” – y, en esa medida, necesariamente crítica, pero no siempre con un contenido social, ni determinada por ningún marco histórico concreto. La “conciencia anticipante” del artista está más relacionada con los “mundos posibles ideales”, en general, que con la revolución social en particular. Y ha de trascender, por otro lado, la mera proyección de deseos personales, hasta alcanzar una cierta representación objetiva del ideal que pueda resultar comunicativamente efectiva

[8] El arte es pura ilusión. La supuesta plenitud de la imagen estética no trasciende realmente al concepto (ni mucho menos llega a la altura inteligible de la idea). Más bien es al revés: hasta el más insignificante concepto trasciende a todas las imágenes del mundo. El juego (supuestamente libre) de imágenes que es el arte aprovecha los rincones conceptualmente más oscuros para disfrazarse de conocimiento, como los niños que, lejos de la vigilancia de los adultos, juegan e imaginan que son esos mismos adultos. Pero a una sensibilidad despierta (esto es, a quien coloca la sensibilidad en su lugar) el arte no puede bastarle. Como al amante no le basta ningún objeto amoroso concreto (una vez desvanecida la ilusión tramposa de la que se enamora). De ahí la tensión infinita en la que vive el verdadero artista o el amante. Ninguna melodía oída puede ser realmente bella, ni siquiera en el oído de la mente

[9] Por esta “oscuridad” suponemos que es imagen y no (reducible a) concepto