HCH 9 / Marzo 2016
Contra Cupido, por David Cerdá
Otra vez sin darnos cuenta, otra vez sin que pudiésemos evitarlo, nos atropelló el día de los enamorados, esa jornada en la que tú, querido Cupido, volviste a salir a la palestra, volviste a anegarlo todo.
Las vueltas que da la vida, querubín. Viniste al mundo en Grecia, si es que es posible señalar un punto en el que nacen los mitos, así, de una vez. Allá te trataron a cuerpo de rey, aunque sospecho que no te tomaban muy en serio. Entonces te llamabas Eros, y hasta Sócrates, Alcibíades y Fedro se peleaban por definirte con tino. Decían que te había engendrado una dispar pareja furtiva, Penía con Poros, la indigencia en un asunto pasajero que tuvo con la abundancia. Tu escandalosa concepción ocurrió en una fiesta embriagada, el día que se celebraba el nacimiento de Afrodita. Los griegos no engarzaban sus mitos a la ligera. En cualquier caso, la partida de nacimiento en la que leemos «Cupido, dios del amor erótico y de la belleza» se expidió en Roma, según reza el libro de familia de tus progenitores. Venus y Mercurio, menudos padres; cualquiera te echa la culpa de tus desmanes, vástago como fuiste de la voluble y fértil belleza y el dios de la guerra. Hoy cualquier psicólogo, enfrentado a tu caso, te exculparía de todas tus fechorías. «Un hogar desestructurado», diría. Y tendría razón.
Pero no me voy a conformar con hacer un panegírico de tus virtudes y de los placeres que has ofrecido desde que el mundo es mundo. Para eso ya sobran cantantes y poetastros. Todo lo contrario: hoy voy contra ti, querido, pretendo exponer tus vergüenzas, en plan denuncia. Voy a ver si te arranco la poca ropa que te queda para demostrar que, necesario como eres, cuando te extralimitas te pones cargante y arruinas la cosa del amor, que esa sí me importa a mí bastante, para qué negarlo. Voy a contarle a quien quiera escucharme que debajo de esas carnes tan rosadas y mulliditas, debajo de esos rubios ricitos ensortijados, se esconde un tirano. Y voy a proponer que se te dé boleto, sin prisa pero sin pausa, tan pronto hayas cumplido con tu cometido, que no es otro que encender la mecha. Te cuesta darte el piro cuando ya sobras, majo; a ver si avergonzándote delante de todos contribuyo a que dejes de incordiar cuando estás de más.
Me parece que una de las cosas más importantes que procede aprender en esta vida es la diferencia entre el enamoramiento, que es lo que tú patrocinas, y el amor, con el que a fin de cuentas tienes poco que ver. De esa confusión han nacido lamentos y quebrantos que no solo han destrozado vidas, sino que han afectado a imperios (ay, Helena; ay, Josefina). El problema está en lo que vende (camisetas, baladas, todas las chucherías que hay en un sex shop), que se traga a lo que de veras cuenta. La cosa que se canta y se exalta, esa con la que se comercializan perfumes y rosas y bolsos de diseñadoras de nombre improbable, poco tiene que ver con el amor, con lo que lo sostiene y hace que perdure e incluso mejore conforme se le caen hojas al calendario. Que no es que no importe el principio, la piromanía emocional, los destellos y el vientre encogido y la frescura en la piel y lo demás; sino que es lo de menos. El bueno de Groucho se preguntaba, retóricamente: «¿Por qué lo llaman amor si quieren decir sexo?». Cuando lo verdaderamente alucinante es que lo llamen amor, cuando lo que hay y se ensalza y se envidia y abunda no es amor, sino enamoramiento.
Lo tuyo tiene además muy poco mérito: eres hijo de la química. Sin hormonas y neurotransmisores y fluidos, ¿en qué te quedas? A nuestra generación le ha sido concedido el dudoso privilegio de descubrir que Cupido no es un angelito, sino un pastillero, o peor, un peligroso camello. Entre los que lo han explicado con más arte y en pantalla está el terrorífico e infatuado (pero a la vez sugestivo) Al Pacino, que hace de Satán en El abogado del diablo. A petición de un perdido e insulso Keanu Reeves, que le pregunta si acaso la existencia del amor no invalida su mandato («diviértete haciendo el mal, la vida carece de sentido»), Pacino/Diablo le dice que el amor (el enamoramiento), bioquímicamente, no es distinto de pegarse un atracón de chocolate.
Por lo demás, la excepcionalidad del enamoramiento es un camelo. La gente se enamora en serie, por los motivos más peregrinos, y para cuando despierta del embrujo (e incluso durante), ya le ha echado el ojo a un nuevo ser único e irrepetible que le ha enviado el cielo. Lo advirtió hace bastante La Rochefoucauld: el amor dura poco, pero por suerte se repite con frecuencia. Enamorarse está chupado. Cuando nos enorgullecemos de ello, nos ridiculizamos.
Ovidio escribe en Remedios de amor: «No te soy desleal, amado niño; no desautorizo mis lecciones ni mi nueva musa destruye su antigua labor». Sin dejar de engrosar las filas de los enamorados del enamoramiento, el poeta de Sulmona nos advierte que es un niño, y que lo propio de los niños es jugar. Claro que Ovidio pertenecía a una clase y a un lugar y a un tiempo en el que pocos se tomaban muy en serio eso del amor. Nosotros, en cambio, esperamos mucho de él. Ocultos los dioses, caídas las vendas y destruidos los ídolos, somos muchos los que nos jugamos muchas de las partidas de la vida a que amar nos salga bien. Así que no estamos para jueguecitos, y nos mosquean las flechas que van y vienen, y los equívocos, y no saber a qué atenernos, con todo lo que nos va en el envite.
Por todo lo dicho, me parece asunto revisable lo de celebrarle al descerebrado alado cada catorce de febrero. Un tipo cuya existencia e insistencia hace estragos, el que entre risas quiebra amores que avanzaban y confunde a tantos y nos convierte en pingajos éticos, invita a la reflexión y hasta a la terapia, en vez de a montar fiestas que lo conmemoren. De este patrocinador de las mentiras y las memeces («cuelga tú»; «no, venga, hazlo tú, no puedo colgar yo»; y da capo) nos deberíamos reír, en vez de festejarlo.
Y ello pese a que, naturalmente, hayamos de convivir con él. Guste o no, todavía no hemos inventado una manera mejor de iniciar uniones afectivas —descarrilen o resulten exitosas—. Llevamos la biología por castigo, y un millón de años de homínida evolución no pasa en balde. No obstante, la próxima vez que Cupido te juegue una mala pasada, siéntate y piensa. Pon el corazón en remojo, piensa un rato y templa el espíritu, y manda al angelito a freír espárragos si acaso recuerdas que un amor de veras, generoso y maduro, te espera.
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