Proyecto Amicitia: Trazas históricas de la amistad excepcional. Primera parte: Pre-modernidad. IV. La amistad romana, estoica —y su epítome ciceroniano—. Montaigne como actualizador

HCH-17-GAY-pride-OK HCH 17 / Julio 2017

Proyecto Amicitia: Trazas históricas de la amistad excepcional. Primera parte: Pre-modernidad. IV. La amistad romana, estoica —y su epítome ciceroniano—. Montaigne como actualizador

ciceron

(Busto de Cicerón, s. I a.C., Palazzo Nuovo. Musei Capitolini, Roma. Foto de José Luiz Bernardes Ribeiro)

En su enorme Historia de las religiones, E.O. James menciona que la religión romana antigua, careciendo del atractivo emocional de una salvación personal (que era lo que proponían, con notable éxito, los misterios griegos), fomentaba, no obstante, la consolidación de la vida doméstica. Al aglutinar a la familia en una unidad espiritual, dicha religión establecía una relación entre familia y espíritus llamada pietas —la raíz de la idea romana de virtud—. Estos bloques constituyentes, afectivos y morales, pavimentaron la senda hacia la amistad excepcional a la que en este proyecto nos venimos refiriendo. Con posterioridad al auge de la Stoa en Roma, Plotino, juntando lo neoplatónico con lo neoestoico (vía lo neopitagórico), opinará que «la verdadera Amistad hace que todo sea uno e inseparable en el mundo inteligible».

El deber más elevado para este acceso a lo espiritual era la observancia cuidadosa de los ritos prescritos para su mantenimiento. La religio no era sino este «atarse» en una obligación mutua; su expresión más general se extendía a la sociedad entera, sostén de la pax deorum. Tales ritos vinculantes están muy presentes en la experiencia de la amistad, pudiendo ser tanto una expresión de gregarismo (la búsqueda de una seguridad chata e ilusoria) como una fuente de momentos unitivos.

Según Ignacio Merino (Elogio de la amistad), «La amicitia fue virtud privada, espejo público, hilo conductor que transmitía el saber de maestros a alumnos, gimnasia fraternal entre los espíritus libres». Había ahí, así pues, trazos de una excelencia y, antes que nada, una guía para el discurrir vital de sus practicantes. El matiz referido a la ejemplaridad no es menor: se exigía al pater familias que fuese ejemplo no solo en su núcleo familiar, sino para la ciudadanía; y muchas de sus actividades cultuales, como ocurre también en el confucianismo, tienen un poderoso halo de civilidad. Pese a ello, el filósofo nacido en Arpino no se circunscribió a los aspectos sociológicos de la amistad, sino que apuntó a sus rasgos emocionales e incluso divinos. De ahí que Merino comente que «entre las virtudes republicanas de la Roma antigua, la amistad ocupaba un lugar de honor junto a la honestidad, la abnegación o la lealtad». Cicerón, que se inspira en Panecio, sostiene que

El bien de la patria y la felicidad de los ciudadanos deben basarse sobre los principios de la amistad, que no es otra cosa sino un común sentir en las cosas divinas y humanas, junto con una benevolencia llena de amor.

Como se mencionó en una entrega anterior, Cicerón sabe que esta amistad, por ser un summum, es una planta rara y preciosa. Él mismo se vanagloria de poder llamar amigo con propiedad a una sola persona, Tito Pomponio Ático. E insiste en cómo esta amistad nada tiene que ver con el entramado de intereses y favores en el que, dada su vida pública, está enzarzado. Merino lo puntualiza así: «Lelio, como buen estoico, busca en las ventajas de la amistad la jerarquía de lo importante y así, en la cúspide, resulta que el práctico romano encuentra no beneficios materiales de ayuda, sino esperanza y combustible para seguir viviendo». La amistad posibilita también la paz entre los pueblos, según Cicerón. Tal y como él la concibe, «es más impulso que cálculo, más atracción que negocio».

Nuevos tintes morales aparecen en la amicitia, que se fragua como un compromiso compartido en torno a la dignitas: «La primera regla ciceroniana, muy en la línea de Platón y Sócrates, consiste en no pedir ni hacer nada indigno». Estamos de nuevo ante la amistad como vía de elevación, de maximización de sí, como un vergel adecuado e incluso necesario para que puedan brotar los ideales y los valores. La amistad supone un vuelco para el conjunto de prioridades de quien la practica, y no precisamente para someter toda consideración al provecho del amigo, pues eso no es amistad, sino lealtad (corleoniana amistad), que es muy distinto. Como explica Cicerón en De Officii,

No debemos preferir la utilidad propia a la amistad, y ni siquiera en atención a los amigos debe cometerse acto alguno contra la honestidad, la fidelidad, el juramento o la justicia. El concepto del deber se perturba sobre todo en las amistades […] Cierto que todo lo que parece útil, honores, riquezas, placeres y otras cosas semejantes, no debe anteponerse nunca a la amistad; pero cierto también que el hombre de bien no debe hacer por ella nada que atente contra la patria o que constituya perjuro o deslealtad.

 

Lo honestum ha de reinar en la amistad verdadera; de ahí la profunda marca moral que la surca: «Que esta primera ley de la amistad quede sancionada: que pidamos cosas honestas a los amigos, que hagamos cosas honestas por causa de los amigos» (De amicitia). Partiendo de estos principios, Cicerón se mostrará muy crítico con aquellas propuestas filosóficas que no dan con la medida ética adecuada respecto a los amigos. A juicio de Rodríguez Donis («La amistad en Cicerón: crítica del utilitarismo»), Cicerón «expone la debilidad del hedonismo y del utilitarismo a la hora de determinar los fundamentos en que se asienta la amistad». Piensa que sobre el placer no puede fundarse lo honestum; la virtud ha de ser la guía. Es por ello que aduce que no cabe reducir la amistad a utilidad. El Africano no necesitaba a Lelio, y viceversa; el trato mutuo y la coincidencia en valores, eso es lo que les une. Prueba de ello es que no son los más débiles y necesitados los que mejor se predisponen para la amistad: «No es la indigencia sino la naturaleza la que nos empuja hacia la amistad».

Recapitulando, tenemos que la amistad vendría a ser también una suerte de instinto natural, y, a un tiempo, un movimiento del alma que requiere cierta sobreabundancia personal. Vemos, en consecuencia, que en el tema platónico sobre el éros oscilante entre Poros y Penia (la opulencia y la indigencia) Cicerón se decanta claramente por el primero. Esto tiene sus peligros: la ciceroniana amicitia propende hacia cierto elitismo, en términos post-dieciochescos, casi diríamos burgueses, rasgos estos que la alejan (siendo estrictos) de la versión elevada de amistad que en este proyecto se está caracterizando: una fuente de realización espiritual que parte y va más allá de lo afectivo.

El juicio anterior es duro, tal vez injusto. Existe sin duda un desprendimiento esencial en la amicitia ciceroniana. Lo desgrana con mucho tino Rodríguez Donis: «El Arpinate, tanto en el De finibus como en el Laelius, sostiene que amar a alguien supone amarlo por sí mismo, sin que se espere de él recompensa, placer o beneficio». Por eso supone su propuesta una refutación del hedonismo más tosco, ya que «según Cicerón, Epicuro no puede dar razón de por qué el amigo ofrecerá su vida a cambio de la de aquel a quien ama, o por qué luchará por su felicidad como por la suya propia». Cicerón insiste en que el utilitarismo es un enemigo irreconciliable de la amistad buscada por sí misma, en la medida en que «ni la justicia ni la amistad podrán en manera alguna existir, si no se buscan por sí mismas» (De finibus bonorum et malorum). En todo caso, se vio en la entrega anterior sobre el maestro de Samos, Cicerón no capta con justicia el papel que el placer tiene en Epicuro. Leyéndole uno diría que está hablando de los cirenaicos, y no de quienes vivieron en el Jardín. Fue Epicuro quien dijo que «toda amistad es por sí misma deseable» y que «no es amigo ni quien siempre busca lo útil, ni quien jamás lo vincula con la amistad». Estas citas (tomadas de los Gnom.Vat.) no casan con alguien que supuestamente ha sentado al placer en el trono de la vida; en cualquier caso, no sabemos qué Epicuro leyó Cicerón.

El propio Cicerón no pudo dejar de señalar, a propósito de Epicuro: «¡qué gran multitud de amigos tuvo y con qué amorosa concordia los mantuvo unidos!» (De finibus…). Esta ambivalencia, fruto, tal vez, de un mal digerido eclecticismo, que es tan característica del de Arpino, resulta tanto más problemática cuando el asunto entre manos es la amistad, porque Cicerón no dejó de alabar su concepción entre los epicúreos. Rodríguez Donis les hace mayor justicia cuando concluye: «En el epicureísmo la concepción hedónica de la vida y de la amistad se complementan recíprocamente, hasta el punto de que ambas se buscan por sí mismas».

Sin desdoro, faltaría más, para la propia amistad, los amigos son también un refugio seguro (o cuanto menos, el más seguro) en circunstancias comprometidas, algo a lo que sin duda estuvo muy expuesto el propio Cicerón, que afirma en De amicitia: «Aquel, pues, que, tanto en la próspera como en la adversa fortuna, se haya mostrado firme, constante, inquebrantable en la amistad, debemos juzgar que es de una clase de hombres rarísima y casi divina». Esta misma reflexión llevó a Boecio a alabar lo azaroso en La consolación de la filosofía; le parecía que la fortuna era extraordinariamente útil, pues, cuando la cosa se tuerce, se lleva a sus amigos, dejándote a ti los tuyos.

Posteriores desarrollos estoicos incidirán en el tema de la amistad. Para Séneca, la fiducia es la base de toda la amistad (Epístolas morales a Lucilio). También la vida hecha en común, un rasgo este en el que prorrogaba las conclusiones de Aristóteles. En la verdadera amistad, dice Séneca, «hay que convivir con los amigos». Una convivencia que, también como en el de Estagira, y en los cínicos, tiene potencialidades educativas. La amistad es por lo tanto una asistencia recíproca que da fuste al vivir; no es un mero disfrutarse, sino mucho más, un co-elevarse.

El sabio quiere tener amigos para tener a quién hacerle un bien. «El sabio busca la amistad desinteresada, pero no la necesita». Esta amistad es remarcada como una autopista rápida y certera hacia el sentido vital; proporciona un poderoso motivo para vivir. De ahí que concluya Séneca: «¿Para qué te procuras un amigo? Para tener por quién poder morir, para tener a quién seguir en el exilio, a quién defender de la muerte incluso al precio de tu vida».

De especial interés a este respecto es el concepto de Sumpatheia, según lo expone Frédérique Ildefonse («Sumpatheia, Philia»). Sumpatheia es un concepto estoico que remite a una suerte de «amistad cósmica». Para los estoicos existe un todo ligado por la causalidad, el destino, una totalidad armónica. Bebían de la fuente de Empédocles, que tenía al universo movido por dos principios contrapuestos, la amistad y la discordia. «El mundo estoico es un continuum energético de cuerpos. Todo se comunica en el mundo». Un todo unificado por el pneuma, que es dinámico y todo lo penetra; una continuidad de la que era posible sentirse parte no ya emocionalmente, sino de un modo trascendental.

Este entrelazamiento de todas las cosas, dejó dicho Marco Aurelio, es sagrado, de modo que nada es extraño a lo de al lado (Pensamientos, VII, 9). Todo se sostiene apoyándose en lo similar, y participa de un origen y naturaleza comunes. Hay un orden cósmico; la amistad es uno de sus reflejos. Pero esta Sumpatheia es una «mezcla total» que no coincide con la philía de Empédocles, y se opone de hecho a la de Aristóteles. Sus concepciones sobre el alma difieren; los estoicos como Crísipo, v.gr., se sitúan en un monismo que no admite partes, que serían fundamentales en la fascinante construcción cósmica erigida por Aristóteles, cuya cosmovisión es más mecanicista que monista.

Marco Aurelio habla en sus Meditaciones «de hacer el bien a los hombres como a otro sí mismo». Cuando él la aborda, la amistad ha ampliado su círculo hasta incluir a todos los seres humanos. Se acerca a la agapé; es una amistad cosmizada. Si las circunstancias de Cicerón y Séneca fueron complejas, como asistentes al poder, aun lo fueron más las de Marco Aurelio, que desempeñó un rol principal como autoridad política de su tiempo. Por ello, sus relaciones con los demás fueron todavía más precarias y convulsas. Ello debió influir en esa ampliación de los contornos de la amistad que, pudiera pensarse, termina por desdibujarla un tanto.

Montaigne, el primer moderno y el último clásico, fue un gran actualizador de la amistad romana, estoica, como lo fue de la epicúrea. Roma y Grecia confluyen en su pensamiento, y a partir de él cobran un nuevo impulso, con la proa apuntando ya hacia la Modernidad. Lo que cavila y escribe sobre el tema tiene además el indudable atractivo añadido de su intensa amistad con Étienne de La Boétie, un vínculo que forma parte de la historia de los momentos ejemplares de la amistad.

Montaigne ensalza su relación con La Boétie hasta cotas pocas veces igualadas. La toma, como Aristóteles, como la culminación de la justicia. Afirma que la amistad no puede brotar en la disparidad. Cree que es un calor constante, templado, que evita los excesos, que se distingue además radicalmente de las relaciones que nacen de la casualidad y la conveniencia. Por eso, escribe en los Essais,

En la amistad de la que hablo se mezclan y confunden las almas en unión tan universal, que borran la sutura que las ha unido para no volver a poder encontrarse. Si me obligan a decir por qué le quería, siento que solo puedo contestar esto: «Porque era él; porque era yo».

Francesco Alberoni cree que lo que urdieron Montaigne y La Boétie no fue amistad sino enamoramiento, un éros en la línea de lo que Platón describe que existe entre Sócrates y Alcibíades. No cabe duda de que la intensidad y el tono de los que tenemos constancia respecto a Montaigne y La Boétie pueden arrastrarnos a dicha conclusión. No obstante, creo que de lo escrito por Montaigne, situado en su adecuado contexto histórico, no cabe concluir la existencia de inclinación erótica alguna, y es por ello que pienso que Alberoni se mueve más bien en el terreno de las suposiciones.

Montaigne apunta que en la amistad nada se da ni se presta, todo se tiene en común. Y añade que la amistad solamente puede entregarse a una persona escogida, dejando fuera a todas las demás, porque lo contrario terminaría siempre produciendo uniones superficiales. Ello no compromete de suyo la universalidad, en el sentido de que no deja fuera de la posibilidad de trascendencia a nadie; pero recuerda, con el potente tinte montaigniano, que la amistad se ejercita en una vía espiritual cuyo objeto (el amigo o la amiga) es exclusivista. En ello se distingue claramente del amor indiferenciado, como en la siguiente entrega constataremos respecto de la agapé.

No conviene olvidar, en todo caso, que Montaigne habla de su caso particular; es una de las marcas distintivas de su estilo y su alcance como ensayista: Montaigne fue muy explícito a la hora de establecer que sus reflexiones e investigaciones le concernían a él mismo y a nadie más, aunque se sirviese de muy abundantes ejemplos clásicos para ilustrar sus posiciones. Nada de eso compromete la lucidez de sus conclusiones, aunque obliga a ponerlas en perspectiva.

No cabe duda que Montaigne tuvo la amistad como uno de los elementos esenciales de su vida. Mientras vivió La Boétie, fue un compañero vital; y en muchos lugares de sus Essais puede rastrearse una profunda nostalgia por la amistad perdida cuando su amigo murió. Supo transmitirnos la importancia crucial que tendríamos que asignarle a este vínculo extraordinario mediante una cita horaciana, con la que quiso dejar constancia de que lo hubiera dado todo por seguir viviendo su amistad: Nil ego contulerim iucundo sanus amico (esto es: nada prefiero, en mi sano juicio, a estar con mi amigo).

david-cerda-y-daniel David Cerdá, Sevilla, 24 de junio de 2017

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