HCH 11 / Julio 2016
Ventanilla cerrada, por David Cerdá
Para Antonia Tejeda Barros
«Gracias a la vida,
que me ha dado tanto»
(Violeta Parra)
«Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá»
(Lucas 11:9)
A Julian Edwin Adderley, insigne saxofonista, sus compañeros de instituto lo apodaron «el caníbal» debido a su desaforado apetito. Una voracidad esta que extendería al modo en que coleccionó hitos musicales: siendo aún adolescente, comienza a tocar con un tal Ray Charles; entre el 2 y el 3 de abril del 58 graba, de la mano de Miles Davis, Kind of blue, probablemente el disco más vendido de la historia del jazz; y ocho años después registra en vivo Mercy, mercy, mercy, que, sorprendentemente, se convierte en un éxito instantáneo y absoluto. Más allá de las excelencias musicales del tema, que son muchas, su singularidad toma pie en el parlamento introductorio que Adderley regala a su auditorio, en el que reflexiona vivamente sobre la adversidad, sobre el maravilloso fondo de los primeros compases de la obra.
¿Sabéis? A veces no estamos preparados para la adversidad. A veces esta llega y nos pilla en paños menores. Aparece y no tenemos ni idea de cómo afrontarla. Tengo un consejo para estos casos en los que la adversidad nos asola, uno que vale para todos nosotros. Me lo dio mi pianista, Joe Zawinul, que escribió esta canción e hizo que sonase como lo que se supone que uno dice cuando ha de encarar esa clase de problemas. Se llama Mercy, mercy, mercy.
Mercy es misericordia, piedad, clemencia, y hay tres maneras muy distintas de entender el título y la expresión a la que este alude; quizá por eso Zawinul repitió la palabra tres veces. La primera es una mera expresión emocional; la segunda, una demanda de consuelo, la tercera, la petición de un remedio.
La primera variante es universal y no requiere de explicación alguna, porque su contenido es meramente expresivo. Cualquier persona que haya amado (a otros o incluso meramente a sí mismo) entiende y ha entonado ese primer mercy. El infortunio nos arranca un grito; es consustancial al humano. Podemos incluso, sin mayores controversias, admitir que el aspecto inmediato de todo mal padecido es el absurdo; que el mal es un escándalo más allá de toda consideración natural o metafísica; que, en sí, el dolor tiene una veta deleznable, y que lo natural es protestar. Hablamos siempre de la reacción inmediata, del desconcierto que produce el golpe, aunque se conozca su procedencia; porque en realidad sabemos —sabemos— que existen muchas explicaciones razonables para que el mal y el sufrimiento existan, explicaciones que por lo tanto poco tienen de extraordinario e incomprensible.
La segunda posibilidad es mestiza. De un lado, es una exclamación que sobrepasa lo exclusivamente emotivo, pues supone que hay un Alguien que nos oye. De otro, todavía no es una petición de ayuda, se queda en apelación a un Alguien que solo nos escucha y acaso nos comprende, sin que además pueda solventar nuestra aflicción. Es el grito que clama el hombro del amigo, el abrazo querido, el seno de la madre; es el título impreso en el palio de algunas de las vírgenes que sacan en procesión en mi tierra: Consolatrix Aflictorum.
La tercera opción es ya una petición de socorro en toda regla. Por ello, y a diferencia de las otras, admite un análisis filosófico, porque puede ser corroborada o desmontada desde la razón. ¿Es posible este tercer mercy? Resquebrajarse o procurarse consuelo son movimientos del alma que a la postre pueden justificarse en sus propios términos (más el primero que el segundo, eso es cierto); por contra, la llamada de socorro que aguarda respuesta arrastra consigo dos premisas muy claras. Uno, hay una instancia que escucha, que existe[1] de un modo u otro; y dos, esa instancia es capaz de revertir la situación. Puesto que, descontadas las propuestas más extravagantes, todas las religiones teístas en sentido estricto atribuyen una bondad esencial a sus dioses; surge entonces la cuestión de si la teodicea (la demostración racional de que Dios puede ser bueno y todopoderoso a un tiempo) se tiene aún en pie.
Hay que empezar diciendo que Leibniz, que es quien acuña el término «teodicea» con su controvertida obra homónima, justifica esa doble característica divina merced al estatuto metafísico del hombre frente a Dios. La perfección de las criaturas, que es una donación divina, es limitada; el mal es una consecuencia ineludible de la economía del universo. Dios hizo el mejor mundo posible según su infinito e inefable entendimiento; no quiere el mal, pero ha de permitirlo, porque este, lo adelantaban Plotino y Agustín de Hipona y lo refrendaba después Tomás de Aquino, es privación del Ser, y no hay más Ser absoluto que Dios. La necesidad de utilizar todas las clases posibles de seres para formar el universo conduce a que incluso realidades defectuosas o imperfectas tengan un puesto en el orden del cosmos. La creación es la resolución a un problema de numerosísimas variables con restricciones, unas restricciones que son inherentes a la materia. El universo es armonía y las catástrofes naturales y los fallos genéticos, de ser eliminados, darían lugar a un universo peor. Y ello porque el universo es, en definitiva, un plenum formarum: en él ninguna potencialidad del Ser debe quedar incompleta, de manera que ha de propiciarse un cosmos en el que tengan cabida todas las producciones posibles. Las supuestas irregularidades que produce el sufrimiento sólo son fruto de nuestra ignorancia, porque visto en la perspectiva de la sabiduría divina las excepciones no son tales, y «todo está bien».
Es evidente que la postura leibniziana invalida el tercer mercy. Pero no es una excepción; por el contrario, con lo que sigue quiero exponer que cualquiera que sea la teodicea expuesta, pedir a Dios que repare un mal resulta absurdo, o lo que es lo mismo, no es una demanda razonable en los propios términos de dicha religión. No se trata de que la distancia de rango entre criatura y creador lo impida, ni de analizar la legitimidad que lo inferior tiene para recabar la atención y el favor de lo Todopoderoso; se trata de constatar que, sea cual sea el modo en que conjuguemos el poder infinito y la infinita bondad del ente divino, pedirle algo carece de sentido. Expondré a continuación las razones refiriéndome al cristianismo; fácilmente se colegirá que las conclusiones pueden extenderse al resto de religiones del Libro, y en muchos casos, a muchas otras religiones mono y politeístas.
Hablar del mal en general es cosa gruesa; el propio Leibniz distingue entre un mal metafísico, uno físico y uno moral. Puesto que la canción que abre este ensayo se refiere a la adversidad, quedémonos para lo que sigue con la clase de males que nada tienen que ver con la ética. La distinción entre mal físico y metafísico es menos importante para quien pide misericordia; el segundo está, incluso etimológicamente, detrás del primero, y lo que cuenta es que a quien, afligido, suplica, la causa de dicho mal no se le puede imputar.
De modo que estas son las premisas: hay una persona que sufre un mal que no es responsabilidad suya; dicha persona cree que hay cierta instancia capaz de escucharle; esa instancia, bondadosa más allá incluso de lo que cualquier persona pueda llegar a serlo, podría remediar sus males; se le pide en consecuencia que lo haga. Enfrentaré este esquema a las principales teodiceas posibles —más allá de la panglossiana, presentada por Leibniz, ya expuesta—para mostrar por qué en todas ellas esta solicitud de piedad ha de ser concebida como un desatino.
Una primera explicación cristiana para toda adversidad es que su raíz es también moral. El pecado original justifica las riadas, la anemia falciforme y los meteoritos; el hombre sufre porque en origen obró mal. Es lo que dijo Pascal: que era necesario que naciésemos culpables, porque de lo contrario Dios sería injusto. Según esto, no existen los inocentes; no hay ensañamiento, mas tampoco misericordia; consecuentemente, no tiene sentido pedirla. Los profetas bíblicos transitan casi en su totalidad por esta vía, insistiendo en que, de no seguirse las instrucciones de Dios, habrá consecuencias, a menudo gravosas. Los ejemplos son muy numerosos: Amos 2:6-16 (Dios castigará a Israel por sus pecados con una derrota militar, hambre, destrucción de cosechas), Oseas 2:8-12 (castigo por venerar a otros dioses), Isaías 1:4-9; 21-25 (el pueblo elegido se ha enemistado con Dios y debe ser castigado), etcétera. Aunque ni siquiera los profetas afirmaron que todos los casos de sufrimiento tuvieran por causa una falta concreta, si se acepta el pecado original como premisa, pedirle a Dios que retire un mal sería cuestionar el estado de derecho que Él ha erigido. En cualquier caso, la baldosa sobre la que se baila el son del pecado original es muy estrecha. En cuanto el razonamiento se extiende a un esquema global de retribución —como se hace en Proverbios 12:21 y 13:21: «Ninguna desgracia le sucede al justo, pero los malos están llenos de miserias»; «a los pecadores les persigue la desgracia, los justos son colmados de dicha»—, el argumento al completo se desmorona, pues nos consta cuántas desgracias soportan los justos.
La segunda explicación, que se salta una de las premisas expuestas y es veterotestamentaria, consiste en que Dios es a veces colérico, celoso e inestable. Aun en estos casos, Él llega a sus propias conclusiones y no admite consejos; su soberanía es absoluta y su justicia no tiene parangón con la humana. Es la opción del especialista en teología judía contemporánea David R. Blumenthal (Teodicea: disonancias en la teoría y en la práctica. Entre la aceptación y la protesta), que enumera casos y colige que la tendencia al mal «es inherente a Dios». Este autor ve trazas de tal crueldad incluso en el sacrificio de Jesucristo, y aboga por «una teodicea de la malicia divina y de la rebelión humana». Ahora bien: si Dios puede enfurecerse y mostrarse arbitrario (un Yahvé que se aproxima a Zeus, en este caso), ¿qué sentido tendría apelar a su clemencia? Sería un acto inane, acaso humillante, que convendría ahorrarse.
La tercera opción, virtualmente ausente del cristianismo actual, es la maniquea: hay un dios bueno y un dios malo y sus respectivos poderes se contrapesan. Este dualismo, tan potente para resolver las aporías de la teodicea, expuesto por Marción en el siglo ii, ya no tiene cabida; de modo que, como señala Manuel Fraijó en Dios, el mal y otros ensayos, «no dispone de una pareja de dioses entre las que repartir responsabilidades»; Dios es el Señor de toda la realidad. Una subversión de esta alternativa (con trazas de la que se expondrá en sexto lugar) es la apocalipticista: el hombre sufre porque hay bestias del mal en el mundo que se oponen a Dios, que solo al final de los tiempos serán derrotadas. Esto puede llegar al punto de apuntar que sea el obrar recto el que nos traiga el mal, por atraer a los demonios (podemos leerlo en Daniel, que no es un profeta clásico). En último término, de ser cierta la bicefalia del máximo poder, no bastaría con elevar una sola súplica, y habría que atender a lo dicho en el refrán: ponerle una vela a Dios y otra al diablo.
La cuarta forma en la que se ha justificado la postura divina ante la adversidad del hombre es la inefabilidad. Credo quia absurdum; Dios es misterioso, y sus razones incomprensibles; no se le pueden pedir cuentas porque el abismo metafísico entre Deus y creatura (maior disimilitudes) es insalvable. Decir que Dios es bueno, que es un padre amoroso, etcétera, serían sólo formas de hablar, por lo demás equívocas a la hora de extraer conclusiones. Podemos leer este amor divino inasible, que deja al hombre perplejo ante el dolor, en Job; y leeremos su refutación magnífica en La peste, donde Camus declara: «Acaso debamos amar lo que no podemos comprender […] Yo tengo otra idea de amor. Y rehusaré hasta la muerte amar esta creación en la que los niños son torturados». Ya se asuma o se aporree, esta ventanilla permanece también cerrada.
La quinta teodicea cristiana (y no solo cristiana), es quizá la más promisoria después de Auschwitz, el Gulag e Hiroshima. Y ello porque invalida una de las dos premisas problemáticas, la de la omnipotencia. Según este relato, Dios no es potentia absoluta, sino amor absoluto. Es la postura de Moltmann, entre otros. Aquí Dios es la mejor compañía para el segundo mercy; es una fuente de compasión infinita, pero no puede alterar el curso de los hechos. Es un discurso en el que el Crucificado eclipsa al Resucitado; se materializa en un Jesús desgarrado (Eloí, Eloí, ¿lama sabactani?), en un ámbito trascendente en el que la divinidad comparte la perplejidad del humano ante el mal. Alain escribe: «Cuando se me habla todavía del dios todopoderoso, contesto: es un dios pagano, es un dios pasado de moda. El nuevo dios, crucificado y humillado, es débil»[2]. No habrá corona de oro, sólo de espinas; no hay espacio en la fiducia para la reparación (en este mundo). Lo mismo dirá Hume —que asegura que el mundo es la obra «de un Dios senil e impotente»—, y, con una orientación muy distinta, Simone Weil, quien, tomando pie en el viejo tema místico judío del tsimtsum, explica en La gravedad y la gracia que Dios, por amor, se vació de su propia divinidad; que dicho retito, dicho vacío de Dios (el universo), es imprescindible para que pueda existir algo distinto de Él.
En estos términos, la creación no sería un progreso, sino una sustracción, pues «¿Cómo podría no haber mal en el mundo, dado que el mundo sólo existe a condición de no ser Dios?[3]». Al Dios impotente que sufre con nosotros, ¿qué ruego se le podría hacer? Johann Baptist Metz (Memoria passionis) cita a este respecto un antiguo proverbio rabínico: «Dios habla, pero no responde». Antes había dicho Elie Wiesel que en las catástrofes «Dios y los hombres se miran a los ojos llenos de espanto». Así pues, ¿cómo pedirle nada?
La sexta respuesta al nexo entre calamidad-amor absoluto a los hombres-omnipotencia es la escatológica: si la forma de ser de Dios, como dice Pannenberg, es el futuro, cualquier plegaria de protección que le eleve hoy está fuera de lugar. Si la omnipotencia que deja entrever la Biblia no es un hecho, sino una esperanza, y la creación ha de aguardar al final para completarse, hasta que no llegue el epílogo no hay nadie para escuchar reclamaciones (nadie que pueda hacer algo al respecto). Cabe, por supuesto, emitir un grito ahogado ante la imposibilidad de ser atendidos. Más allá del campo cristiano, en paralelo a esta senda, tenemos la esperanza blochiana y la postura enormemente digna y problemática de la Escuela de Frankfurt. Es, en la feliz expresión de Aranguren, una teodicea que orilla en puntos suspensivos.
En séptimo lugar cabe hablar del mal como pedagogía que Dios aplica al hombre. En parte, las tribulaciones de Job pertenecen también a este ámbito. Con este matiz esencial: no es que Dios sea cruel, sino que tiene un plan. La premisa añadida es que este clásico proverbio chino es cierto: para pulir la joya hay que frotar, y para realizar al ser humano hay que padecer. Permitir el mal —no admitir reclamaciones— no solo no compromete la inabarcable bondad de Dios, sino que es causa de ella. Ante esto, toda voz que se eleve para que se nos retire algún cáliz es un desatino: «No desdeñes, hijo mío, la instrucción de Yahvé, no te dé fastidio su reprensión, porque Yahvé reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Proverbios 3:11-12). Aunque el sufriente lo ignore, Dios saca bien del mal; hasta el punto de que la salvación puede llegar a requerir el sufrimiento (Isaías, 53, 1 Corintios 15:3).
Mencionemos por último la sabiduría de lo transitorio mencionada en Eclesiastés. Es una especie de teodicea sin teodicea. El azar golpea a todos por igual, la vida es efímera, y lo mejor que podemos hacer es resignarnos a lo que nos toque en suerte. De nada sirve ofuscarse con retribuciones ni apelar a inexistentes oficinas de reclamaciones; hay un tiempo para cada cosa, y así como existe un tiempo para gozar, existe otro para sufrir. El destino de los humanos es ser chalupas inestables en un mar de fatalidades, respecto a las que poco se puede hacer. Es una actitud ante lo adverso en la que despunta buena parte del budismo. Una madre que ha perdido su hijo en la guerra acude a Buda para que le proporcione algún alivio. El Iluminado le da un remedio: debe tomar un grano de mostaza y plantarlo en el jardín de una familia que no conozca un dolor de esa naturaleza; una vez que la planta brote, su dolor pasará. La mujer peregrina de puerta en puerta tratando de dar con una familia así, pero no logra hallarla. Cuando comprende que no existe familia que no haya sido quebrada por un dolor parejo, retorna a Buda y admite que su herida ha cicatrizado.
Tanto la segunda como la tercera mercy —las dos que entrañan cierta solicitud—han terminado siendo secularizadas, extendiendo así sus tentáculos fuera de los especiales dominios de la religión. De ahí que Violeta Parra, poco sospechosa de abrazar convenciones religiosas, todavía se plantease dar las gracias a una entidad abstracta que su canción personaliza («la vida»). Y ello a pesar de que, en consonancia con Eclesiastés, el mal lo contemple como aproblemático, como inherente a la experiencia humana («Gracias a la vida, que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto … los dos materiales que forman mi canto»).
Con frecuencia se ha aludido a esta ubicua necesidad de buscar un alguien (es decir; a un ente o no ente dotado de voluntad) que nos dé la réplica en nuestras horas bajas, como una demostración de que esa contraparte, cualquiera que sea la forma que adopte, existe. No obstante, puede aducirse exactamente lo contrario: que es precisamente nuestra querencia de interlocución —especialmente en tiempos de infortunio— la que da pie, en buena medida, a las religiones; que la principal razón por la que existen credos es que tenemos una tendencia irrefrenable a buscar esa réplica de la que hemos hablado. Esto es: puede que la religiosidad del hombre nazca de su exacerbada propensión social. Pues no es solo que el hombre sea consciente de estar vivo y lo que comporta,
La ley eterna que mueve los elementos,
hace caer las rocas bajo la fuerza del viento,
los frondosos robles que caen bajo el rayo,
no sienten los golpes que les destrozan:
mas yo vivo, yo siento, y mi corazón abatido
pide auxilio al Dios que lo ha formado.
(Voltaire, Poema sobre el desastre de Lisboa)
sino que además su cerebro, madurado entre sus semejantes, y social, por ello, de un modo que no puede atribuirse al resto de animales, le impele siempre a lo interpersonal, a la conversación, a la transmisión de emociones, la negociación y el intercambio de favores, aspectos todos presentes, en una u otra medida, en toda petición de misericordia del segundo y tercer tipo.
Ni uno ni otro argumentos son, empero, conclusivos lógicamente. Si la necesidad de expresión, consuelo y auxilio no prueba que existan los dioses, tampoco estos quedan refutados por desnudarse que dichos anhelos sean universales y atemporales.
Por lo demás, los humanos no hemos dejado de plantear alternativas a esta ventanilla de reclamaciones. De un lado, el mal ha llegado a naturalizarse (K. Lorenz, A. Gehlen), se lo ha tenido por consustancial al existir humano. Es también el caso de Nietzsche, Epicuro y los estoicos griegos. Cuando el estoicismo llega a Roma muda para siempre, porque el romano procede de una cultura intensamente agrícola, tiene sus penates, a los que rinde sacrificio, y el modo en que Cicerón o Séneca hablan del Destino o los dioses hace pensar en entidades que escuchan y pueden contrarrestar la adversidad. Pero para Epicuro o Zenón o Cleantes, los dioses van a lo suyo y es un dislate importunarlos. El Panteón griego clásico es una algarabía de seres antropomórficos que tienen su propia agenda, sus caprichos y querellas; solo muy raramente se conmueven por lo que pueda afligir a los humanos. Y el modo en que Esquilo o Eurípides abordan los males pone a los dioses más como causa que como reparación de aquellos. Se ha hablado mucho de los Deus ex machina desperdigados por la tragedia clásica: pero son pocos, aunque sonoros. Y tampoco hay noticias de que las Moiras, despiadadas hilanderas, atendiesen a razones.
Lo expuesto es válido independientemente de la cuestión sobre la «existencia» de Dios, porque hay formas muy diversas de compatibilizar dicha existencia con la del mal. Cuestión aparte sería la incompatibilidad manifiesta entre la mayoría de las teodiceas, que, no obstante, suelen esgrimirse al unísono. Pero ciñámonos al grito al que Zawinul y Adderley pusieron música, para añadir unos últimos acordes acerca de su plausibilidad.
Importa constatar que lo concerniente al descrito triple grito de misericordia sigue muy vigente. Cada día sabemos más y nuestros poderes se expanden; pero nos brotan nuevas ignorancias y no hay espejismo que nos oculte demasiado tiempo cuán grande es nuestra fragilidad. Amar es una experiencia turbadora, gozosa como ninguna, pero cuajada de terrores, con tendencia a ponernos de rodillas. No es de esperar, pues, que el asunto quede clausurado en próximas fechas, y la práctica descartada, porque a poco que dure la vida, acabar en postura genuflexa es más que una mera posibilidad.
El número de marzo de 2006 de la revista médica norteamericana American Heart Journal daba cuenta de una investigación titulada «Estudio de los Efectos Terapéuticos de la Oración Mediadora». Realizado con la metodología y las garantías propias de la ciencia sanitaria, concluía que no existe un efecto positivo comprobado en las llamadas «oraciones de intercesión». Más de trescientos estudios se han realizado en esta línea, con una abrumadora mayoría de resultados similares. Quienes no se tomen estos asuntos con la debida seriedad deben saber que existe incluso una organización llamada «The Office of Prayer Research», que dedica sus fondos, entre otras cosas, a estudios afines.
Hace unos años, el rabino Harold Kushner escribió una popular obra a la que puso este elocuente título: ¿Por qué le pasan cosas malas a la gente buena? En ella explicaba que Dios no puede evitar el sufrimiento, que sólo puede acompañarnos y confortarnos (mercy #2). Escribía desde una experiencia personal impactante: su hijo padeció progeria, una enfermedad genética cuya consecuencia y signo visible es un envejecimiento extraordinariamente prematuro, que suele terminar, como le ocurrió a su hijo, en una muerte temprana. Kushner apuesta por un Dios despotenciado e imperfecto, un Dios con las manos atadas. Y añade que precisamente por eso es más fácil amarlo; porque a través de su vulnerabilidad se nos iguala. Esto es tanto como decir que lo más amable que hay en Jesús es precisamente su humanidad.
Hay que mencionar también la existencia de un lado tenebroso en lo que atañe al grito de piedad que reclama una ayuda. Y es la soberbia. Bertrand Russell comenta, en uno de sus impopulares ensayos, una historia muy esclarecedora a este respecto: un vicario que agradece a Dios que, misteriosamente, resulte salvado, pues una semana después de dejar cada vicaría a la que es destinado, esta queda destruida por las llamas. El clérigo agradece fervientemente que Dios se cuide así de él; pero, ¿y qué pensarán los vicarios sustitutos? Se lo leemos también a George Borrow, a quien descubrimos en su clásico de fines del xix (La Biblia en España) dando gracias al cielo por librarle de una partida de bandidos que justo entonces está asaltando y matando a la partida que llega inmediatamente después de la suya. Por muy inquietante que resulte, lo cierto es que cuando uno da gracias a Dios por haber curado el cáncer que padecía su hijo, no puede ignorar que, dos habitaciones más allá, otro padre llora porque sus plegarias no fueron atendidas. El mencionado Ehrman recalca lo mismo a propósito de un hábito muy norteamericano: el acto de dar gracias a Dios por los alimentos recibidos. Puesto que no es cabal ignorar cuántas otras mesas vacías existen, muchos de cuyos ocupantes elevaron sus respectivas plegarias; ¿qué explicación es posible que no comprometa la diligencia de Dios o implique la abyecta atribución de impiedad o faltas a tantos otros? Esta enorme incongruencia tiene un refrendo banal y recurrente en los futbolistas; miles de ellos piden y agradecen a Dios que les haya ayudado… en el mismo partido y en bandos opuestos, se entiende.
Descartada la tercera petición de misericordia, es justo retomar la esencial dignidad de las dos primeras. Y en su aspecto opuesto, pero íntimamente entrelazado, el agradecimiento, hay que decir que este, incluso intransitivo, incluso cuando se admite que no hay contraparte que nos atienda, puede ser expresión máxima de espiritualidad. Metz dice en su obra algo parecido, al plantear esto: «¿se trata acaso de un clamor que no “llega” a ninguna parte? ¡No! Pero, ¿por qué no? Porque este clamor es ya, en sí mismo, expresión de que ha alcanzado su destino». El agradecimiento es una forma de trascendencia; quizá la primera y la última base de cualquier elevación espiritual.
Por lo demás, como sugiere Fraijó en A vueltas con la religión, nadie está legitimado para calibrar sensibilidades ajenas. Y es mentira que lo racional agote lo razonable. Lo apuntó Wittgenstein: quien ruega a Dios que le retire algún mal realiza un acto importante, que tiene sentido en sí mismo (en su juego de lenguaje), y que como tal ha de tomarse completamente en serio. En cuanto a la persona de bien, y sea cual sea su destreza a la hora de desgranar teodiceas, siempre sabe situarse al lado del que sufre, para incluso, si se tercia, elevar una plegaria junto a él, aunque le consten los límites de un acto de esta índole.
El 8 de agosto de 1975, mientras tocaba el saxofón en Gary, Indiana, Julian Edwin Adderley se sintió indispuesto. Horas después, y a la temprana edad de 46 años, fallecía de hemorragia cerebral. Joe Zawinul no solo se quedaba sin su mejor compañero sobre el escenario, perdía más que a un amigo: se despedía también de su confidente, de su padrino de boda, de un hermano. Sintió su ausencia, según contaba treinta años más tarde, cada día del resto de su vida. No cuesta imaginar que las notas que primero le asaltaron al conocer el terrible desenlace fueran las de Mercy, mercy, mercy. Y quién sabe si quizás entonces suscribiría la afirmación que Georges Bataille incluye en La experiencia interior: «que la única verdad del hombre, finalmente entrevista, es ser una súplica sin respuesta».
David Cerdá, Sevilla, 21 de mayo de 2016
NOTAS
[1] La cuestión de la existencia la he tratado en mi ensayo: El ateísmo no existe. Barcelona: Arpa, 2016 (de próxima aparición).
[2] Lo recoge André Comte-Sponville en El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios. Barcelona: Paidós, 2006
[3] Ibidem
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