Lo feo de lo bello. El arte como ilusión

HCH-5-KATSU  HCH 5 / Julio 2015

Lo feo de lo bello. El arte como ilusión, por Víctor Bermúdez Torres

¿Qué es la belleza en el arte? ¿Es esta posible? Decía Keats que las melodías no oídas son las más dulces. ¿Cuáles son las melodías no oídas? ¿Quiere esto decir que la verdadera belleza (¿?) no es cosa de este mundo sensible? ¿Qué belleza es, entonces, la que atribuimos a los objetos artísticos (todos ellos de naturaleza sensible)? La tesis que defendemos, frívola y provocativa como aquello mismo que atacamos, es que la belleza y el arte son una inmensa (aunque placentera) trampa, una sombra disfrazada de luz. Que lo bello, en fin, es profundamente feo. Veamos por qué.

El arte es producto de la imaginación. El artista (y también en cierto modo el espectador que contempla la obra) genera imágenes (visuales, auditivas, literarias…) con las que ordena los datos sensibles (colores, sonidos, otras imágenes…) de forma libre o autónoma, es decir, no necesariamente determinada por la percepción (el mundo externo) o la memoria (la tradición). Estas imágenes equivalen a ficciones, a mundos sensibles posibles. Pero esto, obviamente, no basta. La obra de arte tiene que añadir un “algo más” a la ficción (no toda forma de ordenar las sensaciones es “artística”). Digamos que ese “algo más” es la belleza (¿qué podría ser si no?). ¿Pero qué es la belleza? Solemos suponer que, por encima de lo “novedoso”, lo bello aporta a la imagen estética un grado de “perfección” con respecto a lo dado. La obra de arte representaría, así, como suele decirse, una cierta perfección imaginaria de lo sensible. Esto es: una ficción en algún sentido más perfecta que lo que nos es dado a los sentidos. ¿Pero en qué habría de consistir esta perfección? ¿Qué otro criterio, ley o forma, si los hay, distintos a los de este mundo sensible, podrían determinar esta perfección o “belleza” en la imaginación del artista? Podríamos pensar que lo bello emerge tal cual, sin ley alguna,genialmente, de la pura subjetividad del creador. Pero esto supone asumir dos elementos, al menos, bastante irracionales: una especie de cualidad indeterminable (la genialidad), y un increíble milagro metafísico (la emergencia de lo bello –lo más perfecto— desde donde no lo hay). Si esto es así, solo nos queda una opción razonable: lo bello se refiere a algo real más allá de lo sensible, a una cualidad o forma ideal, con la que la imagen busca identificarse. Esta relación entre lo inmanente de la imagen y lo trascendente de la idea tendría que ser, así, la esencia misma de lo artístico. Ahora bien, ¿cómo es posible esta presunta relación, si es que lo es? Aquí comienza una de las disputas más interesantes, creemos, en la filosofía del arte.

A nuestro juicio, la cuestión podría concebirse (en términos muy generales) en torno a estas seis afirmaciones.

1. Lo bello no es mera “cualidad externa” o formal de la imagen. A primera vista lo bello podría ser una cualidad puramente estética de la imagen, dependiente de una “gramática” de las sensaciones puras que, correctamente usada, produciría un supuesto efecto emotivo peculiar (el gusto). Para algunos, esto “libera” al arte de todo contenido ajeno a lo estético mismoy, además, le otorga una validez cuasi científica. Este enfoque “formalista” no parece, sin embargo, muy satisfactorio, por varios motivos que omito ahora. Visto así, el arte parece reducirse a algo meramente decorativo y placentero.

2. Lo bello no solo atiende a la “cualidad interna” o semántica de la imagen. Es cierto que el artista ha de tener algo que decir. De hecho, toda imagen representa o significa algo, exista o no la intención representativa. Suponemos, además, que una obra de arte no puede representar cualquier cosa (ni tampoco “puros” sentimientos, pues todo sentimiento depende de representaciones). La habilidad formal del artista al servicio de nimiedades solo genera retórica o cierto ingenio. Pero puesta al servicio de ideas e ideales más exigentes es poco más que ilustración o parábola. Por esto, este enfoque puramente “representacional” tampoco parece suficiente. El arte no es ni mera decoración (todo forma) ni mera ilustración (todo representación).

3. Lo bello es una cierta cualidad de la relación entre lo imagen y la idea, aunque esto es problemático. La belleza –se dice— consiste en identidad entre forma y contenido, entre la imagen y lo representado por ella. La imagen habría de representar con la mayor perfección y autonomía estética (formal) –no como mera ilustración— aquello sumamente valioso o verdadero que representa (el ideal, la idea). Pero antes de nada: ¿cómo es esto posible? Imagen e idea son entidades dispares, inconmensurables. Ninguna idea incorpora entre sus propiedades esenciales la relación necesaria con tal o cual imagen. Una idea (o, por debajo, un concepto) vale más que mil imágenes. La imagen, hasta la más libre y formalmente lograda, es, a lo sumo, un ejemplar, una ilustración de aquello que representa. Pero ya hemos dicho que en eso no ha de consistir el arte. ¿Entonces?

4. Lo bello es una “ficción de plenitud”. Ninguna imagen es capaz de referir todo lo que una idea significa (lo cual le condena a ser siempre “ilustración”, mero “ejemplo” de la idea). Pero cuando esta imagen es bella, cuando es una obra de arte, parece que sí que lo logra. Este, nos parece, es el quidde la cuestión de la belleza en el arte. La belleza del arte es una falsa, pero efectiva, representación sensible de la plenitud inteligible de la idea. El arte simula una supuesta intuición imaginativa, un “atajo cognitivo” desde la imagen hasta lo más esencial de la idea (sin atravesar el camino analítico del concepto). Este kantiano “atajo” es ilusorio, falso, no lleva de por sí a nada esencial; pero es creíble, psicológicamente efectivo, y emotivamente agradable. ¿Cómo es tal atajo o ilusión posible? Digamos, para empezar, que hay ciertas propiedades de lo aparente que alcanzan un grado especial de perfección en el arte logrado (es decir, en la apariencia que no parece serlo). Se me ocurren, al menos, dos: la inmediatez y la opacidad al concepto. Con respecto a lo primero, la obra de arte produce la ilusión de comprender plenamente lo representado de forma inmediata, intuitiva (como cuando percibimos con naturalidad lo que son o significan las cosas, pero con mucha mayor fuerza). Por lo segundo, esta plenitud es función de una ilusión más compleja (y que supone una mínima reflexión): la de conciliación entre lo limitado (de la obra en su individualidad cerrada y concreta frente al concepto) y lo ilimitado (de las posibilidades interpretativas –en la “oscuridad” conceptual todo puede ser, siempre cabe otra interpretación, otra intromisión del concepto, de ahí el carácter abierto, inconcluso de la obra estética—). Dicho de modo más filosófico, la obra de arte genera la ilusión de que podemos comprender lo representado en toda su plenitud “dialéctica” (en su unidad y su diversidad, en su finitud e infinitud, en su ser y su devenir), pero sin tener que desplegar ninguna dialéctica real, sino de un modo ilusoriamente repentino e inmediato. Por descontado que el artista cuenta con multitud de recursos para lograr este efecto (ambigüedad, polisemia, esquematismo, abstracción, elipsis, elementos con que escenificar estructuras unificadas y armoniosas que presten unidad o límite a lo diverso e ilimitado, etcétera). Merced a todo ello, en la verdadera obra de arte parece que no sobra ni falta nada, que en ella se representa un mundo íntegro y completo (del que no se precisa salir para entender nada), y en el que la plenitud de lo que se dice es análoga continuación a la totalidad del cómo se dice.

5. La belleza y el arte son siempre insuficientes. El arte es pura ilusión. La supuesta plenitud de la imagen estética no trasciende realmente al concepto (ni mucho menos llega a la altura inteligible de la idea). Más bien es al revés: hasta el más insignificante concepto trasciende a todas las imágenes del mundo. El juego (supuestamente libre) de imágenes que es el arte aprovecha los rincones conceptualmente más oscuros para disfrazarse de conocimiento, como los niños que, lejos de la vigilancia de los adultos, juegan e imaginan que son esos mismos adultos. Pero a una sensibilidad despierta (esto es, a quien coloca la sensibilidad en su lugar) el arte no puede bastarle. Como al amante no le basta ningún objeto amoroso concreto (una vez desvanecida la ilusión tramposa de la que se enamora). De ahí la tensión infinita en la que vive el verdadero artista o el amante. Ninguna melodía oída puede ser realmente bella, ni siquiera en el oído de la mente.

6. Lo bello es realmente feo. Algunos estetas románticos, conscientes de esta condición ilusoria y tramposa del arte, quisieron idealizarlo como un ejercicio sublime de ironía. De la (trágica) imposibilidad de plasmar realmente lo ideal en la materia, surge la ironía (cómica) de volver a encontrar lo carnal y defectuoso en lo que parecía ideal, lo feo en lo bello. De hecho, lo feo en el arte, cuando es intencionado, puede ser una forma de plasmar, trágica o irónicamente, esta condición engañosa del arte.

En fin. La belleza puede ser una promesa de sentido, de ahí su valor, cuando a la persona despierta le revela todo lo que realmente falta en todo lo que aparentemente muestra, y le incita de ese modo a ir más allá (en ese sentido puede ser ilustración óptima, que es lo que demanda Platón a los “artistas-educadores” en su República). Pero la belleza también puede y suele ser una promesa engañosa que atrapa al no avisado. Una trampa sospechosa (e ideológica), falsa y fea. Un juego desesperadamente esperanzado para el que no acaba de ver más allá de lo que ve. Esto último es, fundamentalmente, la belleza en el arte, al menos si atendemos a lo que significa este concepto desde la modernidad hasta acá, y a lo que a nosotros nos parece (y si es que este texto no es, también, que podría, un engendro estético y tramposo).

HCH-VICTOR-FOTO-GOOD Víctor Bermúdez Torres, Mérida, mayo de 2015

PARA LEER EN PDF (pp. 152–156): HCH-5-JULIO-2015