Hitler en el parking

HCH-17-GAY-pride-OK HCH 17 / Julio 2017

Hitler en el parking, por Víctor Bermúdez Torres

Acabo de regresar de Berlín. Todos los años por estas fechas llevamos a un grupo de alumnos para que conozcan la cara y la cruz de esta fascinante ciudad: su terrible historia reciente (el nazismo, la guerra, el muro), pero también su espíritu cosmopolita, su vitalidad cultural y, sobre todo, su valiente y lúcida asunción del pasado. Berlín es una ciudad que – en su urbanismo, sus monumentos, y hasta en su arte callejero– respira memoria y reflexión. Reflexión sobre el pasado, sobre el presente, y sobre el pasado desde una mirada preventiva de lo que – a poco que nos descuidemos – puede volver a hacerse presente. Berlín es un modelo de gestión de lo que por aquí llamamos memoria histórica.

Este año hemos tenido que obligar a los alumnos a abandonar (¡no querían!) la magnífica exposición permanente sobre el aparato policial nazi (Topographie des Terrors) situada en el solar del desaparecido cuartel general de la Gestapo. Se nos ha hecho muy corta, como siempre, la visita al campo de concentración de Sachsenhausen, en los alrededores de la ciudad, convertido en un museo por el que pasan regularmente no solo los estudiantes, sino también los ciudadanos o la policía de Berlín (forma parte de su proceso de instrucción). Y tuvimos también que forzar a los chicos a salir del laberinto de bloques de hormigón del Monumento al Holocausto, diseñado por el arquitecto Peter Eisenman en pleno centro, junto a la Puerta de Brandenburgo y el edificio del Reichstag.

El monumento de Eisenman es una obra de arte. El propio autor se quejó al acabarlo de que había hecho algo demasiado bonito. Tal vez sea por eso que la gente se siente más feliz de la cuenta al visitarlo. De hecho, las actitudes “inconvenientes” de los turistas (saltos, carreras, risas, fotografías frívolas) han llevado a artistas como Shahak Shapira a denunciarlas a través de su obra Yolocaust (una serie de fotos turísticas trucadas en las que, al recorrerlas con el cursor, aparecen de fondo imágenes reales del holocausto). ¿Es denunciable esta actitud frívola de los turistas? Yo creo que no. El arte, sea cual sea el grado en que se le aprecie (incluso en el más ínfimo), genera una reacción placentera, una suerte de “catarsis”, aunque el motivo que se represente en él sea doloroso o terrible. Es más: tomadas con distancia, la risa de los estudiantes o la actitud despreocupada de los turistas son, también, parte del Monumento: simbolizan, en cierto modo, la banalización del mal que protegió a los alemanes de la percepción del horror nazi (algo sobre lo que teorizó Hannah Arendt, filósofa que da nombre a una de las calles que rodea el monumento). Aunque para mí, lo que mejor salva esas risas de estudiantes es comprobar, cada año, el triunfo (momentáneo) de la vida sobre la muerte que simboliza ese inquietante laberinto de piedra gris.

Sea por la indagación y la catarsis que provoca la belleza, o por la intención del autor de construir el monumento integrándolo en el paisaje urbano que recorren cada día los berlineses, lo cierto es que aquel cumple perfectamente su función: que nadie olvide lo que esas extrañas piezas de hormigón andan contándonos (a través de la emoción, el juego, el paisaje): la historia de la destrucción de millones de personas.

Unos metros más allá del Monumento al Holocausto se encuentra, por cierto, el lugar en que se suicidó Adolf Hitler. En el no hay literalmente nada; tan solo un parking. Los berlineses quisieron hundir en la irrelevancia al protagonista de la criminal mentira de opereta que fue el Tercer Reich y dar todo el protagonismo a las consecuencias de ese terrible error. Por eso, a los estudiantes les llevamos al museo de la policía secreta, al campo de Sachsenhausen o al Monumento al Holocausto, pero no a la inexistente tumba de Hitler (salvo para que comprueben su inexistencia).

No es por comparar (o tal vez sí), pero a mí sí que me llevaban de pequeño – y no soy tan viejo – al Valle de los Caídos, la grandiosa tumba de nuestro pequeño (en todos los sentidos) dictador. Recuerdo también que ante la lápida del Caudillo había que estarse quieto y callado, y fingir tristeza y respeto. En lugar de catarsis, aquella solemnidad de cartón piedra no propiciaba más que una risa ahogada y unas ganas tremendas de salir corriendo. Por suerte, mis alumnos saben hoy que además de risa, las tumbas de los dictadores no merecen otra cosa que… un parking encima.

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(Foto de Víctor Bermúdez Torres, Berlín, abril 2017)

VICTOR-BERMUDEZ-FOTO Víctor Bermúdez Torres, Mérida, 29 de abril de 2017

Primera versión publicada en el Correo Extremadura el 29 de abril de 2017

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