¿Qué universidad?

we-remember-hch HCH 20 / January 2018

¿Qué universidad?, por David Cerdá

La universidad es un asunto que apenas preocupa a los que no están inmersos en ella. Cuando el tema «educación» sale a la palestra, en los medios de comunicación o en entornos particulares, las reflexiones aluden exclusivamente a la primaria y la secundaria. Si la terciaria asoma en un periódico patrio es para entonar un lamento sobre la escasez de los centros nacionales que salen en esa prestigiosa foto de los rankings internacionales; si las familias o amigos abordan críticamente la universitas es adoptando el lenguaje de la empleabilidad.

Ni una cosa ni la otra es fruto de la casualidad. Verdaderamente, el lenguaje economicista, que todo lo impregna, ha terminado por hacernos creer que educar, lo que se dice educar, es algo que nos compete hasta la mayoría de edad (hasta los dieciséis para los que no llegan a ser bachilleres), y que a partir de ese punto lo que hay que hacer en exclusiva es aprender un oficio. No cabe duda de que ganarse la vida, además de una necesidad, es una contribución civil imprescindible; que se es un ciudadano también, y siempre que se pueda, por realizar un trabajo que por responder a una necesidad productiva contribuye a mejorar el mundo que habitamos. Pero no es menos cierto que la profesión no agota la contribución civil de uno, y mucho menos supone el todo de lo que significa vivir.

De modo que solo una visión extraordinariamente pobre de la vida, de la educación o de ambas cosas justifica que obviemos que la educación terciaria, como sostenía Giner de los Ríos, forma una «continuidad indivisa», con la primaria y la secundaria. La universidad no es una mera agencia de capacitación profesional; entre otras cosas, y si hablamos de su vertiente pública, porque la pagamos entre todos, y todos estamos o debiéramos estar interesados en que no solo formara pulcros y hasta brillantes profesionales, sino además buenos ciudadanos. La convivencia democrática depende de ello.

La definición de la buena ciudadanía es compleja, y requiere de muchas más páginas de las que abarca este escrito; pero creo que puedo esbozar algunos de sus rasgos.

Un buen ciudadano posee un espíritu crítico. Esto es algo que no se aprende en casa (de suyo); ni siquiera los valores morales conllevan una acrecentada capacidad de escrutinio, análisis, duda y sospecha. Dicho espíritu resulta especialmente perentorio en una sociedad como la nuestra, que no es la «sociedad del conocimiento», sino la de la información y la desinformación. El engaño está a la orden del día y cuanto con mecanismos más masivos y efectivos que nunca, de ahí que nos convenga, para preservar la salud democrática, entrenar a la gente para que no le tomen el pelo. ¿Llegamos a calibrar el reto cognitivo (dispersión, analfabetismo funcional, histerismo en las reflexiones) que supone la ubicuidad del acceso al mundo digital? ¿Entendemos lo que significa que el hombre más poderoso del mundo, el que tiene el poder de aniquilarlo, se exprese y piense (es un decir) a través de Twitter?

Para ser buen ciudadano, además, hay que tener cierta cultura política. Estar políticamente cultivado es el opuesto a estar politizado, que es lo que abunda en nuestras actuales universidades. En nuestro país, merced al affaire catalán, acabamos de averiguar que hay un par de millones de personas más o menos que confunde la libertad de expresión con la democracia entera; dos millones de personas, por lo demás de una cultura media superior a la media del planeta, que ignoran cómo funciona un estado de derecho. ¿Cómo ha ocurrido? Entre otras razones, porque hemos creído que la política es más sencilla que la arquitectura o la física, relegándola (siendo muy benévolos) a lo que ha de aprenderse hasta los dieciséis o los dieciocho años. Sin embargo, determinar qué régimen impositivo es más justo o hasta dónde hay que desbaratar la lotería natural y social que afecta a cada individuo no son cuestiones sencillas, y requieren cierta madurez en el educando. El lugar natural de este aprendizaje es la universidad, y su equivalente para aquellos que optan por otros caminos formativos a partir de esas edades.

La soberanía popular no es solo la facultad que un pueblo tiene para votar su destino: empieza y termina en la capacidad de los miembros de ese pueblo para pensarlo. La libertad, sin andamiaje intelectual, es de pega. Si somos esclavos, hoy en día, no es por ningún complot de las plutocracias, sino por esto. Y es tarea de la universidad explicar a la juventud que esto es ser joven y rebelde: tener juicio propio y ejercerlo, en vez de asentir a los politicastros o mercachifles de turno. Ortega lo escribió en «Paisaje con una corza al fondo» (ensayo encuadrado en sus Estudios sobre el amor): «Porque, después de todo, la diferencia entre el inteligente y el tonto consiste en que aquél vive en guardia contra sus propias tonterías, las reconoce en cuanto apuntan y se esfuerza en eliminarlas, al paso que el tonto se entrega a ellas encantado y sin reservas».

La mayoría de los dislates que presenciamos en la arena pública se deben a una carencia patente de honestidad intelectual entre quienes la protagonizan.

Urge, pues, enseñar a la gente a no creer lo que les conviene, sino a buscar la verdad. A dudar y a cambiar de parecer: ¿cuántas veces habéis oído, en el último año, «he cambiado de parecer sobre este asunto»? Tenemos un problema de nivel, y es general. Nos gusta consolarnos pensando que quienes hacen el ridículo en el Congreso, en los mítines y en las tertulias no nos representan; pero esto no es cierto. «Ellos» son «nosotros», por definición estadística. No es un todo o nada. Por supuesto que la gente muy sabia o muy culta (son cosas distintas, en principio) nunca constituirá una abrumadora mayoría. Pero importa el porcentaje, y el nivel; e importa mucho. También fue Ortega, en «La elección del amor», el que lo vio antes «Nótese que lo decisivo en la historia de un pueblo es el hombre medio […] Y lo que hace magníficos a los pueblos no es primariamente sus grandes hombres, sino la altura de los innumerables mediocres».

Estamos rodeados de simplificadores autistas: hoy todo son «fachas» y «perroflautas». O empezamos a producir en serie personas capaces de atender a matices (y el lugar de producirlas es la universidad), mentes complejas que contrarresten el auge de los fanáticos, o lo vamos a pasar verdaderamente mal. A veces es blanco, o negro. Pero hay grises. Y cada vez cuesta más verlos. Estamos en la cultura del «Like/Dislike», que es terrible. Porque se nos exige, a cada momento, decantarnos. La conversación es lo opuesto a eso; en la radio y en la televisión no hace más que salir gente hablando, pero apenas hay quien converse.

Si queremos un espacio de convivencia de nivel alto, a resguardo de impresentables, ladrones y autoritarios, la universidad tiene que forjar caracteres sobrios, valientes y críticos. Para ello hace falta además cierto bagaje estético, porque se aprende tanto o más en la literatura, la música o en la pintura que en los tratados de ciencias sociales. Además, todo ciudadano debe ser instruido en la fragilidad del ser humano, en sus limitaciones y en sus fallas. ¿Cómo es posible que yo estudiase cinco años de economía —que estudia «la forma o medios de satisfacer las necesidades humanas mediante recursos limitados»— y nadie me contase nada de esto? ¿Cómo puede un economista no hacer el ridículo si no sabe nada de antropología? ¿Y cuánto daño hace que a los directivos de empresa les suene a chino? El conocimiento del ser humano por parte de quienes dirigen y lideran a seres humanos es, en general, paupérrimo: una mezcla de los suplementos de los periódicos color salmón, el Cosmopolitan y Paulo Coelho. Y como explicó Krishnamurti, la gente que no sabe lo que es el sufrimiento siempre está causando problemas.

Nada de lo que he dicho y desarrollo en un libro (Cerdá, David. La deriva de la educación superior. Contra la invasión de la barbarie eficiente. Madrid: Funambulista, 2017) olvida que a la universidad se va también para aprender un oficio. Pero no olvidemos que esto no es un obstáculo para desarrollar el conocimiento ético, político, estético y reflexivo. Resulta además que cuanto aduzco no se me ha ocurrido a mí, sino que figura, en teoría, en la Declaración de Bolonia, en los documentos de la UNESCO (Informe Faure, otros), en las sucesivas declaraciones conjuntas que han ido deparando los rectores de las principales universidades europeas. De modo que es tiempo de que nosotros, los ciudadanos, exijamos su cumplimiento. Hace falta un cambio de rumbo, o nos estrellaremos.

david-cerda-y-daniel David Cerdá, Sevilla, 18 de diciembre de 2017

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