HCH 12 / Septiembre 2016
Por qué hay que prohibir el burkini, por David Cerdá
Los recientes altercados en Córcega —lamentables en sí mismos—, y el escaparate olímpico, han subido a la palestra, una vez más, la cuestión del burkini. De nuevo han surgido plumas que defienden el derecho a llevar esta prenda, la inconveniencia de prohibir lo que afecta a la esfera privada, y en fin, un conjunto renovado de perplejidades que si bien tienen el aspecto positivo de poner de relieve que en nuestras sociedades abiertas aún se duda y se discute y se puede conversar y debatir a propósito de cualquier asunto, también revela que seguimos sin tener claras las coordenadas de esta forma de vivir insuperada de la que nos hemos dotado, a la que llamamos democracia.
El estatus legal del burka o el nicab o el burkini (no es mal comienzo asentar que el último es solo la variante playera de los dos primeros) atañe de lleno al corazón mismo de la democracia, que es, en esencia, un ideal de convivencia. Más allá de las fotos efectistas, la cuestión nos concierne a todos los que vivimos en el mundo libre, y no solo a las mujeres que visten tales atuendos. El principio de base es el siguiente: conocedoras de las dificultades y peligros que acechan a toda sociedad, las que se dicen democráticas instituyen que hay valores colectivos que han de estar por encima de toda opción individual. Entre ellos está la erradicación de cualquier forma de sumisión o discriminación. Las mencionadas prendas son precisamente una muestra de ambas cosas, de ahí que no hayan de ser toleradas.
Que la democracia veda toda forma de sumisión apenas requiere desarrollo alguno, pero por si acaso pondré un ejemplo muy ilustrativo para el asunto que nos ocupa. Supongamos que hay una pareja inclinada hacia las relaciones sadomasoquistas, o al universo bondage, y que, sin duda de modo consentido, él o ella gusta de pasearse tirando de una correa atada al cuello de su partenaire. ¿Deberíamos permitir que transitasen por la playa o por la vía pública de esta guisa? De ninguna manera. Las sumisiones, aun las acordadas entre adultos libres, no pueden exponerse en el espacio público: son intolerables, justamente obscenas (como las relaciones sexuales en el espacio común), del griego ob-scene, que quiere decir que hay cosas que hay que mantener fuera de la escena pública. Nótese que la democracia impide incluso la teatralización del sometimiento, su mera representación.
El ejemplo anterior resultará ofensivo a algunos de quienes profesan el Islam, por entender que equipara otras opciones de vida con la religión, a la que asignan siempre el más alto rango posible. Pero ocurre que en democracia todas las formas de entender la vida que dan lugar a valores fundamentales y prácticas vitales (lo que Rawls llamaba «doctrinas comprehensivas»), provengan de donde provengan, gozan de la misma protección. Y todas ellas están supeditadas a la ley general que garantiza la convivencia.
Lo siguiente que habría que poder demostrar es que el burkini entraña una sumisión efectiva. Partiendo del hecho de que ya no existe —siempre en nuestras sociedades democráticas— nada transgresor o liberador en el mismo hecho de exponer al escrutinio público más centímetros de la piel propia, no habría nada que decir si esa llamada libre y adulta al pudor fuese secundada por siquiera un solo varón. Como eso no ha ocurrido, y junto a esas señoras y señoritas enfundadas en negro jamás se ve a un hombre secundando ese opcional recato, es imposible sostener que la elección de la mujer es completamente libre. Y no importa que el sometimiento sea declarado gozoso por ella, como no importa que nuestra pareja sadomasoquista se declare, cualquiera de las partes, encantada con su puesta en escena de mutua o unilateral esclavización.
Los que hayan visto la luminosa Stico entenderán mejor la situación: en la película de Armiñán, el profesor Contreras —Fernando Fernán Gómez— se ofrece voluntariamente a ser esclavo de su antiguo alumno, al que da vida Agustín González. El asunto es consentido, tiene incluso un aire culto (Contreras quiere ser tratado de acuerdo al Derecho Romano que él enseñaba), pero el efecto es perturbador, y la realidad que se propone resulta intolerable. Nadie puede renunciar a un derecho, ni acordar una minusvalía civil, porque pone en peligro logros civilizatorios alcanzados mediante el sacrificio de muchas vidas, con el sufrimiento acumulado de muchos de quienes nos precedieron.
Lo dicho, por cierto, no supone una obligación efectiva de que la mujer se desnude, porque hay cientos de formas de no mostrar virtualmente nada sin hacer ostentación de la minusvalía civil de la mujer, que es lo que entrañan burka y burkini. Reconozcamos además que para desvelar la basura ideológica que está detrás de estas prendas basta con preguntar a los hombres que las secundan o exigen. Y añadamos de paso que pedir que la prenda desaparezca de nuestras playas y piscinas para contribuir a que las mujeres que lo portan «se liberen» es absurdo y paternalista. Absurdo porque lo más probable es que la afectada no renuncie a la prenda, sino al baño (forzada o motu propio), quedando pues en peor situación que antes; y paternalista porque presupone que la democracia tiene por fin liberal incluso a quien no pretende ser libre. No es por eso que los resortes democráticos han de actuar en este caso: la democracia no protege a estas mujeres, sino a todas, es decir, a la democracia misma, que es la garantía última de que ellas, como nosotros, puedan vivir en libertad.
El burka, el burkini y el nicab no son moda, tampoco religión (puesto que el Corán nada dice de ellas), sino política. Representan el triunfo del patriarcado, la aceptación de una inferioridad legal y moral de la mujer: vestir dichas prendas es un acto político. Tampoco cabe aducir que el burkini es un «instrumento para ejercer el derecho al pudor», puesto que, uno, una mujer puede cubrirse en la misma proporción sin hacer uso de aquel, y dos, el nombre de la pieza hace una descarada apología de la opresión integrista islámica a la mujer. El burkini es publicidad de que la mujer pertenece al hombre, y pone en escena las mil y una ideas grotescas que el integrismo alberga en torno a la sexualidad, suponiendo un retroceso oscurantista que ensucia nuestra consideración sexual suponiendo por ello, de nuevo, una amenaza para la convivencia. Si en nuestro suelo está penado portar una esvástica, ¿cómo no hacer otro tanto contra todo referente del salafismo, que es uno de los totalitarismos más inquietantes del siglo xxi?
Sabemos que la esvástica ha simbolizado la paz en ciertas religiones hindúes, y que su nombre significa en sánscrito algo parecido a «lo que conduce al bienestar». Pero prohibimos su exhibición porque la proporción de quienes la portan con tal significado se parece a la de las mujeres que llevan el burka o el burkini con plena voluntariedad.
Yerra por tanto el tiro quien aluda a la libertad de culto para pedir que no se impida el ominoso invento de Ahiida Zanetti. El burkini no es una prenda de corte religioso en la medida en que lo es una kipá judía o un capirote de nazareno. Es una prenda que discrimina los sexos, trazando una disimilitud de derechos basada en conceptos de pureza, pecaminosidad y otros que sancionan la subordinación de la mujer. No son un símbolo del Islam —de una determinada opción religiosa—, sino una plasmación real de la inferioridad de la mujer islámica, más que notoria en aquellos países donde el derecho islámico campa a sus anchas. No hay polémica en el hábito de monja porque el cura se cubre a todos los efectos por igual, y porque sus derechos civiles, nos consta, son exactamente los mismos.
Vayamos finalmente al asunto de la prohibición, a la medida legal que el fondo ético impulsa. Prohibido prohibir fue un lema que hizo fortuna en mayo del 68, aunque antes y después han sido muchos los corazones liberales que lo han hecho suyo. Pero tomada tal cual, la consigna es extremadamente naif, porque no existe constructo social alguno, ni uno solo, que no se asiente en multitud de prohibiciones. Yo también prefiero la educación y el ejemplo como vías para ilustrar a la ciudadanía; pero la intolerancia con lo intolerable es sencillamente la base de cualquier conjunto de normas que quiera fundar y fortificar una comunidad. Solo prohibir por prohibir o por las razones erróneas resulta estúpido e inmoral, y un atentado contra la libertad; si no hubiera prohibiciones, no existiría el mundo libre.
Defender la prohibición del burkini es luchar por una forma de vida común que representa la única garantía que vislumbramos para construir un mundo en paz y libre que propicie vidas merecedoras de ser vividas. Este planeta nuestro solo sobrevivirá con vida humana digna si la democracia se extiende en grado suficiente. Por lo tanto, apuesto por desterrar toda tibieza en cuanto al cuidado de aquello que nos puede salvar. Nos quejamos de que nuestros hijos tienen tanto que no aprecian ya lo que tienen; acaso a los adultos ciudadanos nos esté pasando lo mismo respecto a la mayor de nuestras posesiones comunes, que a fuerza de dar por hecha empezamos a descuidar. Vienen tiempos vertiginosos en los que nadar y guardar la ropa no será posible; tiempos en los que habrá que defender con uñas y dientes nuestras sociedades libres, olvidándonos de vagos cantos al respeto de las opciones personales y la multiculturalidad.
David Cerdá, Sevilla, 24 de agosto de 2016
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