Nueve años o un día

OLYMPUS DIGITAL CAMERA HCH 16 / Mayo 2017

Nueve años o un día, por David Cerdá

Querida abuela:

Te debía desde hace mucho esta carta. Si no te la escribí antes fue por temor a importunarte, y porque acaso confiaba en transmitirte su contenido de viva voz. No obstante, estoy convencido de que hay cosas que es mejor conversarlas con la pausa, la profundidad y la perspectiva que proporcionan lo escrito. Así pues, te escribo, sin pedirte permiso, aunque llegado el caso te tenga que pedir perdón.

Acabas de cumplir ochenta y siete y se te acumulan las goteras: ves mal y mal oyes, esa maldita rodilla sigue clavándote traicioneros puñales, y otras articulaciones se van sumando a la fiesta. Hay poco que comentar al respecto, salvo que la vida te la juega de un modo que no por ser previsible deja de ser una marranada. Tus hijos te han dado sustos y algún disgusto liviano, y has tenido tus percances. En suma, y en lo que te atañe directamente, puede decirse que has cobrado tu cuota estadística de decepción e infelicidad.

El caso es que llevas unos años triste, enfurruñada, sombría. Te empeñas en decir que es el corolario ineludible de todo lo que he dicho antes. De eso y de tu particular carácter, al que te aferras como si de tu última y más preciada posesión se tratase. También es a causa del mundo, nos cuentas, un mundo que a tu juicio ha perdido la chaveta y se dirige al barranco. Añoras tiempos pasados, en los que además reinabas hermosa (las fotos lo demuestran) y confiada en una sociedad que entendías. También te agobia la muerte, a la que, por ley de vida, sientes más cercana de lo que la sentimos el resto de los mortales.

Yo te escucho y en todo te doy la razón, aunque sepa que también te equivocas. Ha llegado el momento de hablarte de la parte en la que no creo que estés en lo cierto.

Yo no creo que haya una edad en la que uno pueda decir que su carácter está hecho. La actitud jamás se hereda, tampoco se mama. Claro que todos tenemos un temperamento, y unas experiencias, y una cultura general e inmediata en la que aprendemos y nos desenvolvemos; claro que todo eso nos deja una marca. Pero el carácter es mucho más que el temperamento: incorpora una medida ineludible de libertad, o sea, de responsabilidad. Elegimos ser como somos. Puedes pensar que esto se da en una porción muy pequeña; pero sigue siendo una porción decisiva. Lo único que realmente podemos llamar nuestro en este mundo es lo que somos, nuestra personalidad. Escogemos la disposición con la que encajamos las vicisitudes y enfrentamos el futuro. Nuestro estado de ánimo es, la palabra lo dice, el estado de nuestra alma, y solo al precio de declararnos esclavos del destino, animales o máquinas, podemos sostener que no está en nuestra mano decidir cuál sea nuestro tono vital.

Sé que te gusta Flaubert; que Emma Bovary siempre te pareció una idiota, pero que hay que ver cómo lo contó el ruanés. Pues bien, Flaubert dijo algo muy interesante: que hay que tener cuidado con la tristeza, porque es un vicio. Déjame que puntualice el aserto. Hay una tristeza imprescindible, adaptativa y buena: la del duelo, la del cargo de conciencia por la acción mal hecha, la que acolcha el golpe X que nos dio la vida; es una tristeza reactiva, difícilmente evitable y además terapéutica. Pero esa no es ni mucho menos toda la tristeza que hay en el mundo. Hay una tristeza de regodeo; aquella a la que el Claudio de Hamlet denomina «congoja infructuosa»; esta es una tristeza que además engancha, porque lo que casi nunca se dice es que la infelicidad puede ser un asidero, un puerto seguro al que muchos se apuntan para no arriesgar.

Esa es una de las cosas que te pasan, abuela, según creo: que te da miedo ser feliz. A fin de cuentas, es algo que podrías perder si sobreviniese (o cuando sobrevenga) una desgracia cualquiera. Es una estrategia lógica y a la vez absurda, esta de renunciar a todo capital para no tener que retornar a una situación de pobreza. Le pasa a mucha gente, pero es mala idea; ser infeliz para evitar sobresaltos es apuntarse a perder por temor a dejar de ganar. Quienes abominan del azar no imaginan cuán inhumano sería este mundo si nada pudiese variar de determinado guion inamovible y supuestamente magistral.

También me consta que tu angustia se alimenta de cierto terror ante la muerte. ¿Quién te podría culpar por eso? Ese miedo tiene hechura universal, y a mí mismo no me hace la menor gracia la idea de morirme. Pero lo que es yo no tengo miedo, y eso, no me lo negarás, constituye una formidable ventaja cuando de disfrutar de la vida se trata. Me dirás que soy muy gallito porque veo a la parca de lejos, y que ya veremos si aguanto cuando me mire a los ojos. Pero, entretanto, ¿a quién de los dos le va mejor? No te costará reconocer, por otro lado, que ese pavor tuyo a morirte viene de lejos; razón de más para darle una patada y no ceder ni un día más a esa fuente de ansiedad.

Tienes de tu lado tu fe, que te sostiene siempre, y tu inmensa inteligencia te repite que no serás la primera ni la última que pase por ese trance. ¿Qué es entonces? ¿Es por el dolor? Hay que leer a Lucrecio para olvidarse de esto: no dolía no existir antes de que naciésemos, y no nos dolerá cuando ya no estemos. No puede ser tampoco miedo al tránsito. Tú, que has conocido el hambre y la guerra, tú, que, sin tener mala vida, ya pasaste lo suficiente y, más aún, sabes de tantos y tantos que sufren, ellos sí, miserablemente y durante años, ¿temerás por cuánto se sufra en ese breve rato?

Sabes, lo hemos hablado otras veces, que no me cae simpático Heidegger, ese tipo tan filosóficamente sobrevalorado. Pero oye, también tenía sus momentos. Hay uno que me gusta especialmente: su afirmación de que somos los invitados de la vida. Con eso subrayaba una verdad esencial que a menudo olvidamos: que no elegimos lo importante, que estamos siempre de paso y que jamás se nos pregunta por nada de lo que nos afecta de manera crucial. Me gusta esta ética del invitado, que nos exhorta a respetar al anfitrión de la casa, hablar cuando se nos pregunta, agradecer el café y las pastas y marcharnos con el máximo de cordialidad. En consecuencia, abuela, me parece que todo grito de protesta debería ser un rayo, el resplandor emocional imprescindible para restablecerse. No puede ser una pose duradera, pues corremos el riesgo de desmerecer la hospitalidad que se nos brinda.

Nunca me ha gustado jugar al consuelo en el mal ajeno. Pero lo cierto es que, sin perspectiva, todas nuestras penas son ridículas. Para esto basta con el telediario, que tanto te gusta. Hay personas que no viven ni un año, personas que a los treinta pelean con enfermedades espantosas, y personas que lo han perdido todo o se enfrentan a dolores indecibles para arrancarle otra hoja al calendario. Y eso, sencillamente, no nos está permitido olvidarlo.

A nadie le hace gracia bajar escalones. Pero la escalera es la misma para todos, e idéntica la dirección. Tú estás cumpliendo las últimas etapas de un camino de espinas en el que todos vamos a arañarnos. En cuanto al declive, nuestras vidas solo difieren en una cosa: la velocidad.

La vida, por lo demás, consiste en encajar derrotas. La Fortuna es una fulana, nos dice Hamlet; estoy de acuerdo, y juraría que tú también (perdona que insista con el príncipe de Dinamarca, pero es que ahora estoy con eso). El anterior no me parece el mensaje de un derrotista; al contrario, considero que hay mucha luz en el acto de desprenderse, porque sin nada vinimos —ciegos y sordos, entre otras cosas— y sin nada nos marcharemos. Vivir es desprenderse de cosas, y los que juegan a acumularlas son bufones, sin advertirlo, y sus piruetas, una función cómica para la eternidad. Lo dice un proverbio judío: «si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes». Quieres un mundo sin dolor, sin mudanza y sin contrariedades, pero esa propuesta es más bien, y perdona si le robo de nuevo unas palabras a Shakespeare, «un delito contra al cielo, una afrenta a los muertos, una falta contra la naturaleza, lo más absurdo para la razón».

«¿Qué es más noble para el alma», se preguntaba Hamlet en su archiconocido monólogo, «encajar las pedradas y flechas que nos lanza la abominable Fortuna, o empuñar armas para enfrentarse a un mar de adversidades, y no cejar hasta darles fin?». A mí me parece, abuela, que hay que hacer ambas cosas para conservar la dignidad. También pienso que ambas cartas tienen que jugarse sobre el tapete de nuestras limitaciones, esto es, de nuestra vulnerable y a ratos irrisoria humanidad. Aquí no hay finales épicos ni románticos fundidos en negro, y todo lo que se consigue se paga en sudores y lágrimas, y está siempre al borde del precipicio. ¿No te parece que, bien pensado, hay una particular belleza en que así sea?

Dices que no quieres salir a la calle. Parece ser que tu actual torpeza te avergüenza, y no quieres exponerla a terceros, no quieres que caiga la luz sobre tu hermosa (sí, hermosa) fragilidad. Perdona, abuelita, pero ese pudor es solo fruto del orgullo. Puedo hablarte de ese monstruo, que he sufrido en mis carnes. El orgullo es lo más ridículo que hay en el mundo; nada tiene que ver con la dignidad. Por orgullo se han hecho guerras, se han destruido familias, y se han dilapidado innecesariamente toneladas de felicidad. Una persona de tu sabiduría y bondad no puede permitirse ese lujo. En cuanto a lo que piense el resto del mundo de ti, una anciana venerable a la que a lo mejor se le cae un cuchillo o una servilleta, o no se entera a la primera de lo que le dice un camarero, desengáñate: a la gente no le importa.

Y esto, además, lo sabes. Cuando despotricas sobre el mundo, no se te pasa decir que abunda el egoísmo, el individualismo a ultranza, los malos modales, que cada cual, en definitiva, va a lo suyo. Razón de más para que vivas con tus carencias y defectos —tanto más si resulta que son irremediables— sin que te afecte el qué dirán.

Dices que no quieres ser una carga ni preocupar a tus hijos, menos aún a tus nietos. Pero te equivocas; donde crees facilitar vidas, retiras oportunidades para el gozo. A mí me parece que no hay felicidad alguna que se sostenga sin un sentido vital, y, a su vez, que no hay sentido vital que se sostenga sin los cimientos del cuidado. Cuidar a los otros, un arte, el planeta; cuidar es la genuina raíz de cualquier vida que aspire a la plenitud. Impidiendo que tu familia se ocupe de ti soplas sobre las ramitas con las que otros construyen un nido en el que ser dichosos, ese nido que consiste en ocuparse de alguien a quien quieres. Si un hijo no es una carga, sino un «sustractor de energías y tiempo bendito», ¿cómo demonios vas a ser tú una carga? Me da vergüenza este amago de explicártelo, a ti, que has tenido diez hijos, veinte nietos, doce bisnietos; a ti que lo sabes, aunque a veces parezca que lo has olvidado.

Sirva el recordatorio de que cuarenta y dos personas —de momento— viven porque tú has querido para que comprendas que tu situación es esta: ya lo tienes todo hecho. Saboréalo, porque es algo glorioso. Me refiero a ese echar la vista atrás y ver el gran trecho recorrido, con su dolor, por supuesto, pero con tanto conseguido… Creo que a esto se refería Agustín de Hipona cuando decía que sufrir es malo, pero que es bueno haber sufrido. Yo, que apenas tengo la mitad de años y he vivido la cuarta parte que tú, al vislumbrar desde muy lejos ese momento en el que ya puedes partir en cualquier instante, no puedo sino emocionarme. ¿Por qué hay que vivir ese estatus con amargura? La vida, por maravillosa que a uno le parezca, comporta multitud de fardos, empeños, exámenes, cuestas y tragos. La satisfacción del deber cumplido es algo que solo debieran negarse los que han fracasado, y ese de ningún modo es tu caso.

Le he dado muchas vueltas a averiguar qué es lo que hace que la vida sea grande y merezca la pena vivirse. Aún no tengo una respuesta muy nítida, pero comienzo a atisbar que tiene que ver con su consagración. Consagrar la vida es comprender sus costuras, dar con sus oportunidades para el esplendor y hacer que sea un milagro. ¿Y sabes qué? Una sonrisa es una plegaria, porque sonreír es estar agradecido, y estar agradecido, sea a Dios, a tus padres, a tus hijos o incluso a nadie —estar intransitivamente agradecido—es, me parece, la expresión más plena de en qué consiste la espiritualidad.

El día, abuelita, el día es la medida. No la tuya, sino la de todos. Nadie sabe, aunque tú misma no dejes de hacer cábalas, cuánto tiempo te queda. Tú misma entierras cada día que pasa a gente a la que, estadística en mano, no deberías sobrevivir. Un día es una nimiedad, pero también un espacio infinito en el que caben todos los universos. Y cada día que te sabemos viva es para los cuarenta y dos que tanto te amamos un privilegio que no se puede expresar con palabras.

Escúchalo una vez más: nueve años o un día, da exactamente lo mismo. No importa el cuánto, sino el cómo; en el cómo está todo lo que cuenta. El modo en que vivimos es nuestra impronta, nuestro rasguño, nuestra infinitesimal firma sobre la faz de esta inmensidad fascinante que nos rodea y nos inunda. Y lo único, por cierto, sobre lo que se nos puede exigir de veras. Hay que concentrarse en el cómo para hacer que la vida sea sacra, queridísima abuela. Como escribió Joseph Hall hace ya cuatrocientos años, «Dios gusta de los adverbios».

david-cerda-y-daniel David Cerdá, Sevilla, 12 de abril de 2017

Más artículos de David Cerdá en el rincón de David