De cuando los cavernícolas de Platón se levantaron a pintar bisontes

 HCH 6 / Septiembre 2015

De cuando los cavernícolas de Platón se levantaron a pintar bisontes, por Víctor Bermúdez Torres

Dicen algunos antropólogos que la más clara diferencia observable entre nuestros más cercanos parientes homínidos y nosotros es el arte. Por ejemplo, las pinturas rupestres, esas representaciones de animales y otros seres que nuestros abuelos plasmaron en las paredes de sus cuevas.  Bonito, ¿verdad? ¿Y no será inevitable (para unos poéticos cavernícolas como nosotros) relacionar este cuento con ese otro que nos legó Platón: el mito de la caverna? Especulemos, como si fuéramos espeleólogos de nosotros mismos, sobre esta caverna que somos y habitamos…

El hombre comienza a distinguirse del animal por su capacidad reflexiva. Somos conscientes del mundo que nos rodea, pero también de nuestra propia conciencia; pensamos en nuestros pensamientos (en eso consiste reflexionar). Y precisamente por ello somos capaces de distinguir entre el pensamiento y lo pensado, entre la representación y el mundo. Esta es la condición de nuestra condición humana, dada sin remedio a la duda y la especulación. Dado que distinguimos entre lo que tenemos en la cabeza y lo que sea la realidad, podemos dudar de la certeza de lo primero y especular acerca de lo segundo. En otras palabras: podemos sospechar del carácter aparente de lo que más inmediatamente percibimos (motivos no faltan) y, a continuación, construir simbólicamente otros mundos hipotéticamente más consistentes. Esta es la situación “cavernaria” del hombre, su más honda y maravillosa propiedad distintiva: poder desconfiar del “más acá” del truco fenoménico y poder preguntarse por el “más allá” de lo que lo explica. Y en este viaje filosófico consiste, según el viejo símil platónico, la salida de la caverna (este aparente mundo de apariencias) hacia el Sol de lo que, de verdad, es real.

¿Y en qué contribuye a todo esto la representación de unos animales en las paredes de una cueva? Vamos a pensarlo. En primer lugar, la exteriorización de las representaciones mentales puede hacernos más plenamente conscientes de la naturaleza de las mismas. Cuando el “artista” paleolítico plasma en la pared lo que tiene en su imaginación o en sus recuerdos, está proyectándolo frente a sí, tomando distancia con respecto a ello, y creando, pues, las condiciones óptimas para asumir sus propias representaciones como objeto de conocimiento (imaginemos a esos primitivos hombres preguntándose qué tipo de bisontes son esos pintados en la pared, en qué se distinguen de los que cazan fuera de la cueva, de dónde y cómo han aparecido, etc.).

Naturalmente, esta toma de consciencia de las propias representaciones está también ligada al lenguaje. Entender o producir una secuencia de sonidos que signifique, por ejemplo, “estas son huellas de bisonte”, es algo tan diferente de las huellas de referencia, que parece inevitable reparar en la distinción entre el lugar donde ocurren esos entrañablemente extraños hechos (entender, pronunciar) y aquel otro donde simplemente están los bisontes y sus huellas. Más aún si, como indican algunos especulativos lingüistas, se reúnen nuestras complejas representaciones simbólicas con la insistente experiencia del error: si finalmente resulta que aquellas “no eran huellas de bisonte” (¡oh, error!), ¿dónde sino por mi mente (y tras el adverbio no) habían de andar esas huellas falsas inexistentes?

La eclosión, en fin, de la competencia representacional (el bisonte que veo) y meta-representacional (el bisonte que pinto, moldeo, tatúo…), y de los códigos sociales de comunicación (el bisonte que digo, incluso para decir que no lo hay) probablemente determinó la diferencia consciente entre representación y mundo, produciendo, así, la condición para dudar de nuestras representaciones inmediatas (que están en mi mente, o en mi lenguaje, y a veces son erróneas) y preguntarnos por lo verdaderamente real (buscando representaciones más correctas y objetivas).

Este no es el único paso, claro está, en esa costosa ascensión desde la oscuridad de la pre-consciencia y la ignorancia. Una vez asentada la desconfianza hacia las representaciones primarias (las percepciones inmediatas), gracias al dibujo y al símbolo, nos tocó sembrar la duda sobre estas mismas representaciones simbólicas. Pintar o hablar de bisontes son la llave (o una de ellas) para que dudemos del carácter de lo que vemos. Pero pensar en esas pinturas y palabras es a su vez la clave para el hacer y el deshacer especulativo acerca de lo que sea lo real mismo. Repárese, además, en que este pensamiento sobre los símbolos está hecho con ellos. Con palabras, y no ya con imágenes que, a diferencia de aquellas, no pueden pensarse a sí mismas (el arte llama al pensamiento, pero en sí mismo no puede pensar).

Si todo esto fuera así, resultaría paradójico que la forma de disolver el espejismo primario, las imágenes de la caverna platónica, fuese plasmarlas pictóricamente en la misma pared, creando imágenes de imágenes. Imágenes eso sí (las pictóricas), más objetivas y conscientes que los objetos percibidos y, por ello, más bellas, propicias y coherentes, en suma, más reales (o ideales, lo que, para Platón, es lo mismo).

En fin. Recapitulemos. Lo originario (lo más primitivo e imperfecto) es la mera visión (a esto corresponden las imágenes del fondo de la caverna en el mito platónico); el protohombre, el animal o el niño no distinguen entre su visión y el mundo (para ellos son lo mismo). Sobre la mera visión aparece algo más avanzado y perfecto: la imagen consciente, la imaginación, el arte. El cavernícola se pone en acción, se levanta y objetiva pictóricamente su subjetividad visionaria en la pared de la cueva, duplica estéticamente el mundo (aparecen la pintura y lo pintado, lo objetivo y lo subjetivo, lo parecido y lo disímil, lo bello y lo feo…). Pero la razón, que es el afán de la identidad, aflora siempre a la consciencia como resistencia a lo doble y (por eso) contradictorio: ¿cuál será el bisonte (y el mundo) real? ¿qué representación será la verdadera, la más adecuada o bella?… Tras esto, la espeolológica aventura humana se acelera. Sobre la pintura y el uso del lenguaje aparecen el pensamiento y el metalenguaje teórico y especulativo, la torsión o re-flexión del cavernícola pre-liberado y empujado por el arte y el habla hacia el ámbito de las cosas mismas (hacia los significados o ideas, diría Platón) y, tras él, hacia la razón última y fundante de todo.

Ya decía Platón que el artista está alejado dos veces de la realidad , pero tal vez con ello no se refiriese a ningún arte mostrenco a fuer de imitar las cosas sensibles, sino a este otro que decimos aquí. Tal vez así, el arte, los bisontes recordados o imaginados en la pared de Altamira sean una copia pobre de las cosas, sí, pero de las cosas mismas, es decir, de las ideas (que, a su vez, no son sino signo, especulación, diálogo con aquello otro – Platón lo llama idea de Bien – que les presta realidad). Si el arte está así, pero de esta otra forma, dos veces alejado de la realidad, el mundo sensible (la simple visión o percepción) lo está aún más, como debe estarlo la subjetividad inconsciente del animal.

¿Sería así el arte el eslabón entre nuestra infancia animal y nuestra humana madurez? ¿El paso – adolescente – que hay entre la percepción inconsciente y la reflexión y especulación racional? ¿No es esto lo que podría indicar esta pintoresca sugerencia espeleoantropológica?

HCH-VICTOR-FOTO-GOOD Víctor Bermúdez Torres, Mérida, agosto de 2015