Eterna senectud

HCH-17-GAY-pride-OK HCH 17 / Julio 2017

Eterna senectud, por Juan Guillermo Tejeda 

Edición de 40 ejemplares publicada por Putín Editores (Tumblr / Facebook)

para mi hija Antonia

Gaudeamus igitur,
iuvenes dum sumus. (bis)
Post iucundam iuventutem,
post molestam senectutem,
nos habebit humus.

Alegrémonos pues,
mientras seamos jóvenes.
Tras la divertida juventud,
tras la incómoda vejez,
nos recibirá la tierra.

Cuatro son las causas por las que la vejez parece miserable, leemos en De Senectute, de Cicerón:

aparta de la gestión los negocios
el cuerpo se debilita
nos priva de casi todos los placeres
la muerte ya no está lejos.

(avocet a rebus gerendis – corpus faciat infirmius – privet fere omnibus voluptatibus – haud procul absit a morte.)

Un año más tarde de escrito el tratado, a los 63, y según narran Plutarco y Dion Casio, Cicerón fue proscrito por los triunviros Marco Antonio, Octavio y Lépido, enviándose al centurión Herenio a darle muerte. Trozado su cuerpo, sus manos y su cabeza fueron expuestas en la tribuna pública. Poco antes Fulvia, mujer de Antonio, había cogido la cabeza con las manos, y tras escupirla la colocó sobre las rodillas; abriéndole la boca le arrancó la lengua y la atravesó con los pasadores que utilizaba para el pelo.

***

Dice mi amigo Carlos Munita en Facebook:

Los políticos siempre se fumaron un pito hace como 15 o 20 años… Algo bieeeeen lejano, y ni siquiera un pito, como que lo probaron nomás en una reunión de amigos y generalmente no les gustó.

Y comenta Daniel Reyes Pace:

los papás hacemos lo mismo.

Antes de la adolescencia y durante toda ella está allí, siempre, el niño, el puer. El puer aeternus, como Peter Pan, es el niño que no crece, que se mantiene en el juego, también en la seducción y en una cierta androginia, terso el cutis, fácil la sonrisa, incapaz de organizar un lugar propio para vivir, mal pagador, irresponsable, no confiable, y sin embargo encantador, maestro de la seducción fálica ascendente ajena a las responsabilidades. Su equivalente femenina es la puella, que en los cuentos infantiles suele ser la princesita encerrada en una torre y custodiada por una bruja o un dragón: no puede dejar de de niña, no logra casarse ni ser madre, sus pretendientes fracasan una y otra vez debido a los obstáculos o por las exigencias a que se les somete, ella está a la espera de su príncipe encantador…

El centro de la vida humana, su tronco arbóreo, empero, es la edad heroica, aquella de la transformación. El héroe se juega la vida enfrentando el mundo, lleva los nudillos pelados y en su cuerpo hay algunas contusiones o heridas, que poco importan porque él, con la mirada clavada en el horizonte, avanza a través de los mares de la relationship, la familia, los hijos, la casa, las cuentas por pagar, los infortunios y éxitos laborales, el orgullo muscular y ganador de quien logra lo deseado y con los demás adultos sostiene el peso del mundo.

Un viaje, el heroico, que desde la senectud se observa como algo parecido a una prisión en la que uno también estuvo. Una larga travesía de treinta o cuarenta o cincuenta años luchando con el trabajo, el dinero, la pareja, los niños, el estatus.

La senectud, la vejez, el retiro, es el reino del senex, el anciano. Según James Hillman, el arquetipo del senex contiene al arquetipo del puer, y ambos se retroalimentan.

***

Cuando el anciano deja de trabajar y regresa a la libre flotación, a una existencia parasitaria, admitiendo otra vez en su ser de senex el rol intermitente de puer, sus hijos lo observan con disgusto. Un padre mayor es a fin de cuentas un envase desechable o desechado o reciclable, un residuo que ya cumplió con su rol paternal y está en espera de la muerte. No les hace gracia ese anciano para ellos inservible, y menos si se muestra juguetón, pueril, si se le ve otra vez –horror– con la entreabierta sonrisilla de quien desea participar. Muchos viejos deben esconder de sus hijos sus peripecias afectivas, sus experiencias personales, las fiestas dionisíacas en las que logran colarse, las emociones de su vida cotidiana. Algo parecido a lo que de adolescentes, al salir de la niñez, hacían con sus padres.

El padre convertido en hijo y el hijo convertido en padre puede haber dado lugar, en la edad heroica, a eso que los freudianos señalan como un trauma: los niños parentalizados. Sin contar con las herramientas se ven obligados a hacer de padres de sus padres inmaduros, héroes ineptos.

Ya adultos, les toca repetir la experiencia, a disgusto, con esos padres que, ahora no por inmadurez sino por haber entrado en la maduritas ciceroniana, se abren otra vez a la sensibilidad adolescente. La plenitud del senex convoca al puer.

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Escribe Montaigne:

Soy partidario de que se trabaje y de que se prolonguen los oficios de la vida humana tanto como se pueda, y deseo que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero sin temerla, y menos todavía siento dejar mi huerto defectuoso.

Mantener una vejez activa en la medida de lo posible, entendiendo que a partir de cierta edad todo asunto tiene su belleza (plantar las propias coles, por ejemplo), y la belleza proviene del hecho tautológico de estar en ello: para cierta gente mayor la acción de vestirse conduce a eso, a haberse vestido, así como cruzar la calle en el semáforo conduce a haber cruzado. El producto de la acción es la acción.

No tiene sentido temer a la muerte, y en ello se extiende Montaigne en varios de sus ensayos, sobre todo en aquel donde rescata la afirmación ciceroniana de que filosofar es prepararse a morir. Si nuestro fin último es el deleite, el menosprecio de la muerte nos hará gozar más plenamente de los placeres. Es la razón de los estoicos tratando de hacer frente al miedo impreciso que nuestro fin nos provoca. Por último, lo que deje uno detrás –las novelas o sinfonías o expediciones inconclusas– le dan a él un poco lo mismo: los defectos de mi huerto a mi muerte no son tema, la vida sigue sin nosotros.

En su Divagación sobre el miedo, Peter Handke comienza hablando de un niño que le ha dicho, con aburrimiento: tú siempre tienes miedo, miedo, miedo. Sin embargo el miedo –como los sueños, como el dolor de cabeza– parece ser algo natural y muy humano. Un miedo a todo y a nada específico, el temor pánico de los griegos. Respecto al miedo a la muerte, y citando a Montaigne que ha escrito:

–¿Es conveniente temer una cosa tan breve durante tanto tiempo?

Handke responde con énfasis:

–¡Oh, sí, oh, sí!

***

No hay una sola manera de llegar a la senectud, hay tantas como personas, y pueden esquemáticamente resumirse en los tipos de Myers-Briggs, que son 16 y provienen de criterios junguianos, los mismos que alimentan los 9 tipos del eneagrama, según se combinen en una persona los modos naturales para enfrentar la realidad: extrovertida o introvertida, racional o intuitiva, etc. Toda reflexión filosófica contemporánea, si es que la filosofía tiene algún sentido en esta nueva era, debería tomar en cuenta que al hablar del sujeto estamos refiriéndonos a 9 o a 16 diferentes temperamentos, y lo que vale para uno tendrá quizá menos sentido para otro.

Es de buena educación ser tolerante con aquellos temperamentos que poco se parecen al nuestro. Además de ello, nuestra seguridad como especie depende de que poseamos los humanos diferentes enfoques para entender la realidad y maniobrar en ella. De allí que los genetistas se resistan aun a autorizar el libre diseño genético. Todos querrán ser rubios y altos y guapos y fuertes, aunque como dice Siddhartha Mukherjee, la evolución demuestra que las especies demasiado homogéneas desaparecen.

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Los ancianos disfrutan muchas veces de la compañía juvenil, aun cuando temen importunar. Es lo que explica Catón a sus dos jóvenes interlocutores en De Senectute:

El propio Cecilio, ya anciano, afirma: “pienso, que lo peor en la vejez, es sentir y darse cuenta uno mismo, que eres odioso para los demás.”… Y yo reconozco que soy más feliz con vosotros que vosotros conmigo.

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Con parecida lógica a la de Cicerón en su tratado, anuncia el impulsivo (y aun rey) Lear al comenzar su tragedia:

entretanto, vamos a dar expresión a nuestro más oscuro propósito

a ver, el mapa: sepan que hemos dividido

en tres nuestro reino; y este es nuestro más directo intento

de sacudirnos de encima todos los desvelos y negocios de nuestra edad,

traspasándolos a fuerzas más jóvenes mientras nosotros,

aligerados, nos arrastramos hacia la muerte.

Cuatro veces muerde Shakespeare: darker purpose  –  shake all cares and business –  younger strengths – crawl toward death

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El psicólogo Daniel S. Levinson traza la ruta de la última edad adulta de los hombres como aquella que suele ir desde los sesenta a los ochenta y cinco años.

En esta etapa –que él señala como distintiva y de cumplimiento–  el hombre siente que su fuerza declina. Sus amigos y conocidos se ven tocados por la enfermedad o por la muerte.

Al mismo tiempo, y aunque mantenga su energía, no le corresponde ya ocupar un lugar central en la estructura social o productiva, debe dejar lugar a los más jóvenes, perdiendo autoridad y poder (si sigue en el centro se convertirá en un ser tiránico, no amado e incapaz de amar).

Contando con estabilidad económica podrá dedicarse a sí mismo y a lo que le interesa, a vivir de manera creativa, no ya en busca de reconocimiento sino más bien por gusto, por satisfacer curiosidades.

Su vida es, después de muchos años, un espacio de libertad para reconciliarse con las propias imperfecciones y corrupciones, para hacer la paz con las muchas cosas que ha sido así como con el tiempo y el espacio en los que ha debido vivir.

Levinson murió a los 74 años.

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De a poco va buscando quien llega a la senectud una menor visibilidad, o distanciarse de sus posesiones. Le aburre ya participar en la lucha cotidiana de todos contra todos: lo que en los tiempos heroicos constituía recompensa –crear una familia, una casa propia, un buen nombre, la validación pública, la buena crianza de los hijos, la conquista de riquezas y honores razonables, una colección de lo que fuera– en los años de la senectud, todo eso pierde atractivo.

Quizá porque, como señala Cicerón, en cada edad deseamos y obtenemos cosas, y así como en la adolescencia (con la ferocitas que la caracteriza) nos resultan ya absurdos los deseos de la niñez (con su infirmitas), y en la edad adulta (desde la gravitas) olvidamos los de la adolescencia, así también llegada la vejez (la edad de la maduritas) no es que se apoque uno o venga a menos, es que aquellas batallas ganadas o perdidas de otras edades aparecen más bien como añejas. Mantenerse compitiendo en aquellas pistas es no desarrollarse.

Más que la velocidad se valora la libre flotación, más que el destino el paisaje, más que la acumulación la libertad en lo que ella tiene de desafío y de sencillez.

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Olvidamos y nos aligeramos, pero también recordamos, y ocasionalmente, siguiendo alguna zona de malestar, regresamos desde la senectud a las grietas del pasado, allí donde el carro de la vida pasó demasiado rápido y de cualquier manera o no del modo que uno hubiera querido. El espíritu arquetípico del puer puede servir de substancia energética, de luz, para esas incursiones, para eventuales recuperaciones o cicatrizaciones, o al menos para entender desde afuera lo que se vivió infelizmente desde dentro.

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El legendario maestro chino Lie Zi introduce en sus textos el concepto de la perfecta vacuidad. Siguiendo las enseñanzas del Lao Tsé, el reposo parece mejor que la velocidad, el no actuar supera a la insistente intervención, y el vacío se entiende como aquello que posibilita el movimiento y da sentido a lo lleno: una vasija está hecha de greda, que es lo lleno, pero sin el vacío no sirve de nada, es gracias al vacío y en él donde ocurrirá todo.

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Como la adolescencia, la senectud es una edad de transformaciones, de ahí su a veces inesperada vitalidad. Para Hillman son dos edades hermanadas: cambian las prioridades y toman nueva forma los gustos, los placeres, los hábitos de vida.

En ambas edades, si hay suerte, quien la vive no está concentrado en trabajar. La actividad –la profesión– es antes que otra cosa vivir la adolescencia, o vivir la senectud. La adolescencia deja atrás la niñez, la senectud precede a la senilidad. Son épocas de gran autonomía después o antes de otras de mucha dependencia.

El adolescente se esfuerza para hacer de sí mismo un personaje creíble, construyendo una identidad donde el niño que fue comienza a integrar erotismo y firmeza: ensaya ademanes, ropas, estilos, gustos musicales, amistades, citas. Quien vive la senectud deja atrás la historia que ha vivido desde sus personajes o roles (padre, arquitecto, clase media, etc.) y se aligera para proseguir con aquello en que estaba cuando, adolescente, entró en la vida heroica de adulto con sus desafíos, sus cargas y sus prisiones: se encuentra ante un vacío, ya no necesita tanta cosa, y puede finalmente elaborar lo vivido, vivir lo no vivido. Cada día se aparece con especial sabor y color.

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Según Junko Takahashi, estudiosa de los japoneses centenarios:

Todos han sabido amoldarse al cambio, sin lamentarse. Si tienen alguna dolencia, le quitan importancia. Comen tres veces al día, masticando muy bien. Pescado, vino. No engordan. Practican ejercicios suaves.

La mayoría pesca, cultiva… unos leen, otros juegan a algo. El doctor Shigekai Hinohara, de 104 años, tiene su agenda repleta para los próximos diez años. Muchos han padecido guerras, hambre, terremotos, maltratos y calamidades, pero ello no es determinante.

Sasamoto, una fotógrafa, ha decidido estar siempre enamorada, sea o no correspondida: a sus 101 años, su último amor ha sido un joven artista de Montpellier.

Todos los centenarios expresan mucha gratitud por el calor recibido de sus familias, sea el que sea. Sienten que las almas de sus antepasados están cerca y que les protegen. Y les honran.

Suelen tener una personalidad franca, resuelta, social, curiosa e indomable. Adaptativa ante los cambios. Y con los valores samurái: amabilidad, cortesía, caballerosidad. Todos cuidan de su apariencia, su aspecto, son elegantes. La mayoría se despreocupa de su muerte: Nasako Murase (104 años, riéndose): es más importante para mí decidir cómo voy a cocinar hoy estos rábanos que reflexionar sobre la muerte. (Datos de La Vanguardia de Barcelona, LaContra)

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Diversas iniciativas no del todo descabelladas apuntan a conseguir técnicamente la inmortalidad o al menos a retrasar la muerte. Más allá de los datos científicos que permiten predecir un alargamiento sustancial de la vida ralentizando el envejecimiento, o transfiriendo a nuevas instancias corporales los datos de la mente y la sensibilidad personales, parece razonable que los humanos lleguen a vivir más. ¿Qué sentido puede tener si no la enorme complejidad del cerebro y de las posibilidades vitales de cada uno? La existencia nos muestra que todo lo que existe está allí por algo, y que cada cosa suele tener su doble o su contrario. Es posible que tanta preocupación por la muerte tenga finalmente como objetivo el poder encontrar una solución al problema de morirse. El miedo, como todas las emociones, está para señalar no una angustia insoluble, sino para recordarnos que pudiera quizá existir una solución. El avance espectacular de la genética, de la clonación, de la inteligencia artificial, etc., ponen hoy en duda el que la muerte sea un destino inevitable de los humanos.

Yuval Noah Harari señala que pese al pesimismo con el cual observamos nuestra realidad, hay tres maldiciones de las que la humanidad, a juzgar por los datos recientes, parece haberse librado: la gente ya no se muere de hambre, han terminado las plagas y epidemias, los muertos por la guerra han disminuido hasta ser menos que los debidos a suicidio. El fin de las plagas y epidemias conduce a que los humanos lleguen cada vez en mayor proporción a una edad que ronda los 90 años. Morir antes de esa edad es muerte prematura. De lo que se trata ahora, tal es el desafío científico, es de pasar de los 90 a 150 o a doscientos años, quizá luego a los 500. No sabemos si eliminar la muerte, quizá suspenderla durante mucho tiempo. Probablemente se logrará aunque la solución no será para todos sino para unos pocos, que serán los superhombres. Al mismo tiempo, ese desarrollo científico que permite tales sueños puede llevar, manejado por grupos de idiotas ansiosos, a la destrucción de la humanidad por diversas vías, sea bélicas o de deterioro ambiental.

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Desventajas de la inmortalidad según Jonathan Swift

Tras haber conocido la isla de Laputa, Lemuel Gulliver se dirige a Luggnagg. Allí tuvo la oportunidad de conocer a los struldbrugs, un tipo de personas que al nacer muestran sobre la ceja izquierda una marca circular roja del tamaño de una moneda, que se va haciendo negra con el tiempo: la marca de la inmortalidad. Contra lo que Gulliver piensa, los luggnaggianos consideran una maldición haber nacido struldbrug, y así se lo explican:

Díjome que ordinariamente se conducían como mortales hasta que tenían unos treinta años, y luego, gradualmente, iban tornándose melancólicos y abatidos, más cada vez, hasta llegar a los ochenta… No sólo eran tercos, enojadizos, avaros, ásperos vanidosos y charlatanes, sino incapaces de amistad y acabados para todo natural afecto, que nunca iba más allá de sus nietos. La envidia y los deseos impotentes constituían sus pasiones predominantes… cuando veían un funeral se lamentaban y afligían de que los otros llegaran a un puerto de descanso al que ellos no podían tener esperanza de arribar nunca…

Tan pronto como han cumplido los ochenta años se les considera legalmente como muertos; sus haciendas pasan a los herederos, dejándoles sólo una pequeña porción para su subsistencia…

A los noventa años se les caen los dientes y el pelo. A esta edad han perdido el paladar, y comen y beben lo que tienen sin gusto, sin apetito. Las enfermedades que padecían siguen sin aumento ni disminución…

Como el idioma del país está en continua mudanza, los struldbrugs de una época no entienden a los de otra, ni tampoco pueden, pasados los doscientos años, mantener una conversación que exceda de unas cuantas palabras corrientes con sus vecinos los mortales, y así, padecen la desventaja de vivir como extranjeros en su país.

Tal fue la cuenta que me dieron acerca de los struldbrugs, por lo que puedo recordar.

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Montaigne cuenta, manifestando su desacuerdo, de algunos que prefieren acabar con la propia vida sin estar sufriendo amenaza. Entre ellos, el de una rica mujer de noventa años de la isla de Cea, en el Mar Negro, a la que Sexto Pompeyo no logró disuadir de beber con mano firme la cicuta:

Aquella mujer había vivido  por espacio de noventa años en situación dichosa, así de  salud corporal como espiritual; pero en aquel entonces, tendida sobre un lecho  mejor adornado que de costumbre, reclinado el rostro sobre el brazo, decía: Que los dioses, ¡oh Sexto Pompeyo! más bien los que abandono que los que voy a encontrar, te premien por haberte disipado ser consejero de mi vida y testigo de mi muerte. Yo que experimenté siempre los favores de la fortuna, temo hoy que el deseo de que mis días se prolonguen demasiado me haga conocer la desdicha, y con ademán tranquilo me separo de los restos de mi alma, dejando de mi paso por la tierra dos hijas  y una legión de nietos.

Y también:

Plinio habla de cierta nación hiperbórea, en que, merced a la dulzura del clima y salubridad del aire, la vida de los hombres no acaba comúnmente sino porque la muerte se busca de intento. Estando ya cansados y hartos de la existencia, al llegar a una edad avanzada,  después de haberse propinado una buena comida, se arrojan al mar desde lo alto de una roca destinada a tal servicio. Sólo el dolor extremo o la  seguridad de una muerte peor que el suicidio me parecen los más  excusables motivos para abandonar la vida

***

A cada edad llegamos sin saber nada de ella, y vamos creciendo de nuevo, es como volver a nacer. Sólo entendemos que la edad que vivíamos ha finalizado, y de ella nos interesan ya pocas cosas.

La senectud sucede a la gravitas de la edad adulta, y por ejemplo producir ha dejado de ser importante, no es lo que interesa más. Vuelve de alguna manera una preocupación, modesta, por la propia persona, sobre todo en las áreas que se han explorado poco durante la vida.

Los hijos, lo mismo ocurre con la vida profesional, ya están fuera de uno, o uno fuera de ellos, y aunque se mantengan como personas especiales, irradiantes, no siempre son los más cercanos. Si han logrado hacer una vida independientemente, es buena señal. Es posible cultivar, quizá, algún tipo de afinidad o intimidad con ellos, pero lo más normal será la distancia. La presencia de las figuras paternas desestabiliza el sistema de roles que han instituido los hijos con sus propios hijos, y es así por ejemplo que más de una pequeña observa con recelo a su madre adoptar el rol de hija ante algún abuelo. Aunque cargadas de afecto, las relaciones entre padres e hijos están marcadas por los roles y por el fluir arquetípico de puer a senex y de senex a puer, y por eso carecen de la libertad y la soltura tan propias de los amigos.

***

Un reportaje periodístico aparecido en medios latinoamericanos acuña el término sexalescencia para referirse a la nueva vida que llevan hoy muchos a partir de los sesenta. Algunos párrafos:

Se trata de una verdadera novedad demográfica parecida a la aparición en su momento, de la “adolescencia”, que también fue una franja social nueva que surgió a mediados del S. XX.

Este nuevo grupo humano que hoy ronda los sesenta o setenta, ha llevado una vida razonablemente satisfactoria. Son hombres y mujeres independientes que trabajan desde hace mucho tiempo… Los que ya se han jubilado disfrutan con plenitud de cada uno de sus días sin temores al ocio o a la soledad, crecen desde adentro. Disfrutan el ocio, porque después de años de trabajo, crianza de hijos, carencias, desvelos y sucesos fortuitos bien vale mirar el mar con la mente vacía o ver volar una paloma desde el 5º piso del departamento.

No son personas detenidas en el tiempo. Por lo general están satisfechos de su estado civil y si no lo están, no se conforman y procuran cambiarlo. Raramente se deshacen en un llanto sentimental.

La gente mayor comparte la devoción por la juventud y sus formas superlativas, casi insolentes de belleza, pero no se sienten en retirada. Cultivan su propio estilo

Antes los de esa edad eran viejos y hoy ya no lo son, hoy están plenos física e intelectualmente, recuerdan la juventud, pero sin nostalgias, porque la juventud también está llena de caídas y nostalgias y ellos lo saben.

***

Vendrá en algún momento la muerte, la disolución, precedida o no de un desagradable declive, o de una descomposición abrupta. O antes de ellos dará paso suavemente la senectud a la edad senil, aquella donde el universo posible ha quedado reducido a una habitación, quizá cuatro metros cuadrados.

En el campo más tradicional algunos viejos se mantienen firmes hasta el final, reduciéndose la etapa de senilidad. Trabajan y participan de la vida común quizá a un ritmo más sosegado, quedándose de tanto inmóviles, contemplando el vacío.

El trato continuo con la naturaleza, que está allá afuera, en el universo, pero también dentro nuestro, debajo de nuestras vestimentas –y es que somos eso, naturaleza– nos señala con firme suavidad que la vida describe una curva, que nada es eterno, que todo está en cambio permanente.

***

A lo que había antes de los dioses Hesíodo le llama el caos. Algunos presocráticos se refieren a los átomos. Para los científicos, el todo es el universo. Los orientales hablan del tao, o dao, una materia anterior al cielo y la tierra, de movimiento constante.

Podemos distinguir en la conducta de los humanos –o en su arte– que hay tanto quien se desplaza de A a B con energía y orientándose a resultados, como el ser que en libre flotación se deja llevar por entre las partículas y vacíos de lo existente.

Dejó escrito Lao Tsé:

Alcanzar el vacío es la norma suprema,

conservar la quietud es el máximo principio;

del devenir abigarrado de los seres,

contempla su retorno.

Innumerable es la variedad de los seres,

mas todos retornan a su origen.

Es la quietud.

GUI-ANTONIA-ITAY Juan Guillermo Tejeda Santiago de Chile, junio–julio de 2017

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