El falso muro de la fe

HCH-2-BAUDELAIRE-PARIS-EYAL-STREETT HCH 4 / Mayo 2015

El falso muro de la fe, por David Cerdá

“Cuando creemos con la más firme fe que poseemos la verdad, debemos saber que lo creemos, no creer que lo sabemos”, Jules Lequier.

En Mila 18, de Leon Uris, un ensangrentado y trémulo oficial recién llegado de una revuelta en el gueto se cuadra ante el Untersturmführer Dolfuss y le explica: “Hemos sido cogidos en medio de un fuego cruzado terrible”. Algo parecido le ha sucedido, según creo, a millones de seres humanos que se han enfrentado al fenómeno de la fe. En mitad del fuego cruzado de filósofos, teólogos, sofistas, literatos y mercaderes, pocos conceptos y experiencias han llegado hasta nosotros más acribillados por postulados equívocos e intereses ajenos.

La cuestión de la fe, en este siglo nuestro que experimenta un revival parcialmente convulso del hecho religioso, ha vuelto al primer plano que quizá nunca abandonó. Merece la pena dedicarle alguna reflexión adicional, uno, porque el grado de confusión general sobre “el modo de conocer” de la fe apenas ha menguado, y dos, por la imperiosa necesidad que tenemos de separar el grano de la paja, y derribar así determinados muros ficticios que nos impiden batallar juntos contra determinadas formas de criminalidad.

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Debemos el análisis más lúcido de lo que es una creencia, y de cómo se distingue esta de una idea, a José Ortega y Gasset (Ideas y creencias). Fue él quien explicó que, mientras las ideas las tenemos, en las creencias estamos (son ellas las que nos tienen). Nuestro vivir está montado sobre ciertas creencias; ellas son el continente de nuestras vidas. Vienen a ser “ideas que somos”, y por eso “se confunden para nosotros con la realidad misma”. Con las creencias, hablando con propiedad, no hacemos nada; ni siquiera las formulamos; aludimos a ellas como aludimos a la realidad. Ellas son nuestro suelo estable, nuestras “vigencias radicales”, en términos de Julián Marías (“Ideas, creencias y opiniones”; en La estructura social). Su importancia es más existencial que intelectual, hasta el punto que Marías estima muy problemática la existencia de una relación genuina entre ideas y creencias, que habitarían niveles diversos.

Así conceptualizadas, se entenderá que las creencias son ubicuas. Como señala Wittgenstein a propósito de la certeza, estamos todos en ciertas creencias porque de lo contrario moriríamos de circularidad. Quiere decirse que no existen los increyentes. Más allá de las opiniones que emitamos, las ideas que tengamos o los argumentos que engarcemos, todo estamos en determinados creencias.

Expuesto lo que constituye una creencia, ¿en qué consistiría la fe? Esbozo la siguiente definición: una fe es una creencia decisiva, esto es, fundante para el sujeto, un “salto epistemológico en el vacío”: algo que se conoce sin pruebas, un acto subjetivo al que se incorpora en mayor grado la propia voluntad (en el sentido opuesto a una prueba concluyente que “cae por su propio peso”), una forma de conocer basada en testimonios ajenos, cuya relevancia supone un marco para las decisiones vitales del sujeto. Voy a desgranar esta propuesta tomando pie en lo argumentado por diversos autores.

¿Qué modo de conocimiento entraña la fe? Pablo de Tarso define la fe como Pragmatôn elencos ou blepomenôn —“la convicción de lo que no se ve”— (Hebreos 1:11). José Ramón Ayllón define la fe como “una forma de conocer que no se apoya en la evidencia de lo que se ve, sino en la credibilidad del que ha visto lo que nosotros no vemos” (Filosofía mínima). Este es el rasgo testimonial de la fe. Eugenio Trías (Por qué necesitamos la religión) se refiere al acto de “conceder crédito” que esta incorpora. Luigi Giussani (El sentido religioso) refuerza este matiz al afirmar que la fe es “adherirse a lo que afirma otro”. Tener fe es fiarse de alguien para conocer algo. Josef Pieper considera que la fe es un “acto personal de asentimiento” que consiste en “el hecho de creer” (Defensa de la filosofía). La fe es un “saber sin base objetiva que incorpora un asentimiento incondicional e ilimitado” mediando un testimonio; es “creer algo a alguien” (La fe). Pieper no deja de insistir, como sostiene Ayllón, en que la adhesión al testigo es decisiva.

Para John Caputo (Sobre la religión) la fe consiste en “creer en lo que parece increíble, lo que parece imposible de creer”. Para Javier Moreno la pístis o fe sería “cualquier adhesión a la que no precede examen o que apenas se apoya en un examen deficiente” (Muchas religiones, una verdad: ¿podemos creer aún?). Es interesante constatar que, para la buena parte de la humanidad (que nada entiende sobre en qué consiste la ciencia o cómo se hace), la física cuántica puede llegar a ser una fe. Y todavía hoy mucha gente visita al doctor en la disposición en que antes lo hacía al curandero.

Mathieu Ricard, monje budista y a un tiempo hijo de un adalid del racionalismo como Jean François Revel, define la fe como “una convicción íntima e inquebrantable que surge del descubrimiento de una verdad interior”, así como “un maravillarse ante esa transformación interior” (El monje y el filósofo).

José Ferrater, en su clásico diccionario filosófico, refrenda que fe y creencia comparten estrato: “en muchos textos filosóficos los términos ‘creencia’ y ‘fe’ son usados aproximadamente con el mismo significado”. Jacobi ya había igualado mucho antes la filosofía de la creencia a la filosofía de la fe. Ferrater dice que “la creencia es (…) un asentimiento dado por la voluntad”. El elemento voluntarioso también es recalcado por Pieper en el segundo de sus textos citados: “lo determinante no es la verdad de la proposición creída, sino la intuición de que es bueno creer”. Estamos ante un acto que brota de la libertad y que no aspira a evidencias (en el sentido objetivo del término, como luego se clarificará). En términos de Karl Jaspers: tener fe es querer creer; una apuesta libre, insegura e incondicional, trascendente al saber. Tenemos que comprender, dice Sádaba, que el sujeto “quiere creer. Tiene voluntad de poder crear la creencia” (De Dios a la nada. Las creencias religiosas). Al comprender que estamos ante un acto de voluntad, además de ante una postura epistémica, admitimos que toda fe comporta tanto una serie de razones (no constatables, como dice Pablo de Tarso), como un deseo.

Toda forma de conocimiento es a la vez una experiencia; saber proviene de sapere, y este a su vez de sapor (sabor). En cuanto a esto, la fe tampoco constituye una excepción. Idear, comprender intuitivamente o concluir a base de argumentos son también experiencias. ¿Qué rasgos específicos engloba la experiencia de la fe? Principalmente este: el compromiso. Toda fe entraña un impacto relevante en el modo de vida de quien la alberga. Sin este atributo, estamos ante una creencia a secas y no ante una fe. Karen Armstrong (En defensa de Dios: el sentido de la religión) refiere que en el cristianismo, en sus orígenes, “la fe era un asunto de compromiso y vida práctica [que…] tenía poco que ver con la creencia abstracta o la conjetura teológica”. Armstrong se hace eco de la importancia de los elementos volitivos y vivenciales frente a los epistémicos. Su visión del componente “comprometido” de fe y creencias es clara: “Tienes que comprometerte con un símbolo de forma imaginativa, llegar a estar ritual y éticamente implicado con él y permitirle que efectúe un cambio profundo de tu conciencia. Este era el significado original de las palabras ‘fe’ y ‘creencia’”.

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No han faltado, pese a todo, intentos de separar fe y creencia. Enrique Miret distingue fe y creencia del siguiente —y a mi parecer, confuso— modo: “Creencia es la exposición con ideas y palabras de lo que estamos convencidos que expresa en concreto y de modo conceptual nuestra fe”. Estimo que es una fórmula problemática por empujar la fe a un lugar imposible, inexistente: a un escalón distinto del de las creencias. Fe y creencias comparten naturaleza, más allá de que su intensidad e importancia existencial difieran. Insistamos en que la fe implica una cierta disposición existencial, como afirma Erich Fromm en la obra antes citada: “tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión”; o como lo expresa Roger Garaudy: “lo importante no es lo que un hombre diga de su fe (soy judío, soy cristiano, soy musulmán, soy budista, etc.), lo importante es lo que esta fe hace de este hombre”.

Marià Corbí (Hacia una espiritualidad laica) también distingue creencias de fe, dando una definición de esta bastante oscura: “La fe es un hecho de conocimiento, pero es un don […] Es un rayo de luz que, para nuestros hábitos de conocimiento es oscuro […] Es una noticia oscura que genera certeza […] La creencia, por el contrario, es la adhesión incondicional a formas y formulaciones que se consideran reveladas por Dios mismo”.

Corbí define creencia como lo cautivo e impuesto y fe como iluminación; pero no ofrece argumentos suficientes para distinguirlas en el plano cognitivo o gnoseológico, que es, estimo, de lo que se trata cuando queremos hablar de certezas y grados de conocimiento. Sencillamente etiqueta unas creencias y otras, una fe y otra, abogando más tarde porque vivamos “nuestra cualidad específica en formas no religiosas”. Arrima el ascua a su sardina, en su tentativa de distinguir una espiritualidad genuina de sus formas cauterizadas.

“Certeza”, que en el Diccionario de la Real Academia es sinónimo de “certidumbre”, se define de dos formas: como un “conocimiento seguro y claro de algo” y como la “firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar”. La fe no es cuestión de certeza en el primer sentido (de evidencia), sino en el segundo (de fuerza en el creer). Por eso afirma José Antonio Marina que “fe significa promesa”; por eso y por su raíz etimológica, que remite a fiducia. Aunque la fe sea una creencia que ocupe un lugar de privilegio en nuestro entramado vivencial, no podemos reclamar para ella un mayor grado de “certeza”.

Tener fe es “creer fuerte”, lo cual no nos acerca ni un milímetro más a la verdad objetiva, intersubjetiva, compartible. De ahí que las consideraciones epistemológicas de la fe carezcan de sentido; cabe hablar de veracidad y no de verdad, y sobre todo, de intensidad, de compromiso personal. Caputo lo expresa con gran claridad: “Los fieles tienen que admitir que no conocen de manera cognitiva ni de ninguna forma epistemológicamente rigurosa aquello en lo que creen por fe (…) No disfrutan de determinados privilegios cognitivos ni de ventajas epistémicas”. Algo que, de cualquier modo, sabíamos ya desde Kant, quien expuso muy convincentemente que Dios, por no ser susceptible de demostración teórica, solo puede ser postulado desde una “fe moral”.

Ninguna fe es un saber, en ningún sentido no vago, epistémicamente serio. Y ello aunque reconozcamos, con William James, que la experiencia religiosa tiene ciertos trazos que propenden a la ambigüedad, puesto que “aunque semejantes a estados afectivos, a quienes los experimentan los estados místicos les parecen también estados de conocimiento”. De ahí que sostenga Dean Hamer (El gen de Dios), tras estudiar a muchos sujetos de vida marcadamente religiosa, que “no conocemos a Dios, lo sentimos”. Y a fin de cuentas, como tan bien expone Comte-Sponville (“Saber que creemos”), “si la fe es una gracia, como todos [los teólogos] afirman, no puede ser un saber. Nadie tiene fe en lo que sabe”.

Garaudy (El diálogo entre Oriente y Occidente. Las religiones y la fe en el siglo XXI) abunda en esta idea cuando afirma que “esta certidumbre confiada se llama fe, es decir, una razón militante consciente de los postulados que fundan sus hipótesis”. Una razón militante es un bello oxímoron, puesto que el signo distintivo de la razón es que no requiere de más apoyo para imponerse que su mera exposición. Racional es lo que puede exponerse simplemente de modo que todos, menos los obtusos, acordarían en ello. De ahí que Garaudy tenga que acudir a esa calificación belicosa, que en todo caso, ya no es adecuado llamar razón.

Las reflexiones de John Henry Newman en El asentimiento religioso son muy esclarecedoras a este respecto. Newman se remite al concepto de asentimiento: “en la enseñanza de la religión se llama certeza a lo que yo he llamado asentimiento”. No sería ni una duda ni una certeza; se parecería más a la fe del carbonero; es decir, a un conocimiento invencible que es idéntico a una ignorancia invencible. Como el propio autor admite, “los hombres pueden dar su asentimiento a la ligera, o por mero prejuicio, o sin entender a qué dan su asentimiento”. Por eso, “la confirmación da importancia al acto complejo de la mente, pero el asentimiento le da fuerza”. Newman hace un uso turbio, pero enormemente extendido, del término “certeza”, por no quedarse con la segunda de las acepciones (“convicción”), jugando, por así decirlo, a dos barajas.

¿Qué determina el grado de certeza epistémica de una creencia? Dos aspectos: su verificabilidad empírica e intersubjetiva. Las distintas fes religiosas (como la fe en que somos amados, por ejemplo) no pueden invocar ni una ni la otra. Ya Wittgenstein explicó con prolija y desnuda minuciosidad que precisamente toda creencia (religiosa, ética), está más allá de lo empírico (y por lo tanto del lenguaje). Es, a su juicio, una elaboración posterior de ciertas emociones; la religión es expresiva y no cognitiva; popperianamente no falsable. Cierto que cientos de millones de personas albergan ciertas fes; pero no lo es menos que otros tantos cientos de millones sostienen cosas contrapuestas. La propia diversidad religiosa viene a confirmar que sus fes son creencias de una clase especial, y que nada tienen que ver, en principio, con la verdad en el sentido objetivo y compartible en que entendemos a esta.

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Puesto que de lo que se trata es de calibrar la clase y profundidad del conocimiento que entraña “tener fe”, pienso que de poco sirve establecer distinciones entre una “fe natural” y una “fe religiosa”, como lo hace Gustavo Bueno (La fe del ateo). Siguiendo su propio argumento: si la fe es, a la manera de Pablo de Tarso, creer lo que no se ha visto ¿qué diferencia habría entre la fe en el arcángel Gabriel (su existencia, su mensaje) y la fe en el futuro de la humanidad? Mi tesis es que no hay ninguna. Posteriormente, él mismo llamará la atención sobre el hecho de que “la dicotomía entre las materias de la fe religiosa y las de la fe natural es casi siempre demasiado simplista”.

De modo que no importa demasiado que la teología cristiana, por tomar tan solo la que nos resulta más cercana, denomine a la fe un “acto de conocimiento” (Catecismo de la Iglesia católica); o que sostenga que la “fe verdadera no es solo un conocimiento cierto (esto es, seguro) … sino también una seguridad profundamente enraizada” (Catecismo de Heidelberg). La carga de evidencia de la fe es ficticia; es un espejismo que proviene de su fuerza, de nuestro compromiso. Por eso escribe Marina que esta clase de evidencias constituyen “fenómenos noérgicos” (de ergon: fuerza), por estar investidas de una fuerza que se impone al pensamiento. Los humanos hemos tenido una fe inquebrantable sobre los extremos más peregrinos. La doncella de Orleans, por ejemplo, tuvo la “certeza” de que Dios la había puesto en la Tierra para restituir al trono al Delfín de Francia. De ahí que el “escandaloso” intento de Wolfhart Pannenberg de enlazar indisolublemente Dios y evidencia, con toda su audacia y brillantez intelectual, solo termine escandalizando a quien no plante los dos pies firmemente sobre la epistemología más sobria.

La premisa más problemática respecto a la fe es siempre esta: postular que constituye un modo “distinto” de creer. Es lo que está explícito en la obra clásica del profesor Wilfred Cantwell Smith (Fe y Creencia). A su parecer, toda fe presupone un cierto “nivel de certeza”, que iría más allá de la mera creencia. Este autor escribe que “la fe presupone la corrección y veracidad de cierta proposición de la experiencia”. Es un ejemplo palmario de wishful thinking. Cantwell Smith ofrece una profusión de afirmaciones como esta en su obra, carentes de cualquier sustento cognitivo o epistemológico. No obstante, sí sabrá ver que esta fe implica “compromiso, introducción, mientras que la creencia implica solo una aserción intelectual de que algo es verdadero y cierto”. Es decir: pese a crear un insostenible espacio epistémico exclusivo para la fe, sí acertó a ver que su forma de aprehensión reviste un carácter muy especial para quien lo contrae.

La fe no implica un modo más veraz de conocer, sino tan solo uno distinto, que además no es privativo de la fe religiosa. Todos los totalitarismos, por ejemplo, se han valido de formas de fe para sojuzgar a los seres humanos. El Diamat (materialismo dialéctico) fue llamado con justicia “Nueva fe”. En la Francia post-bélica, muchos sacerdotes, expuestos a la realidad de las fábricas, mudaron con naturalidad de fe.

Como subraya Luis Villoro, una religión no sea una “comunidad epistémica”, sino más bien una “comunidad sapiencial” (Creer, saber, conocer). El amor mismo, o mejor (y hay algo profundamente triste en tener que aclararlo), ciertas formas de amor, incorporan sin lugar a dudas la fe, como explica Kierkegaard en Las obras del amor con su característica vehemencia: “Si la infatuada sagacidad, que se jacta de no dejarse engañar, tuviese razón cuando afirma que no debe creerse nada que no se vea con los ojos de la carne, entonces en lo que primeramente habría que dejar de creer sería en el amor”.

La fe religiosa es, obviamente aparte de su contenido, idéntica —en sus cimientos cognitivos y epistemológicos— al resto de fes, y por tanto no puede reclamar conocer con más intensidad o evidencia que el resto de los humanos que tienen fe en otras cosas. La fides, tal y como la describe Cicerón, es “la actitud perseverante y veraz ante los acuerdos celebrados”. Verdaderamente, uno cierra contratos con sus creencias, cuyo texto base podría ser: “explícame cómo funciona el mundo, y yo te mantendré”. Con tal subterfugio intercambiamos acciones y pensamientos por seguridad; una seguridad que por supuesto no tiene por qué ser falaz. Por la misma razón, carece de sentido que Juan Antonio Estrada hable en Razones y sinrazones de la creencia religiosa de “la fe ciega en la racionalidad científico-técnica”. Todas las fes son iguales de ciegas, en el sentido de que son una apuesta, una creencia importante no trazable deductivamente. De ahí que chirríe que el autor nos invite a “comprometernos con una fe al menos razonable, plausible y convincente”, o que hable de “la fe como una actitud razonable”. Puesto que todo ser humano es epistémicamente muy vulnerable —ignora muchísimas cosas y pese a ello ha de seguir adelante y vivir—, por supuesto que el hecho de albergar fes es razonable, en el sentido de que no seríamos viables sin ellas. Pero más allá de ello, razonar y tener fe son modos muy distintos de conocer.

Estrada sabe que incluso allá donde hay un anhelo de sentido, no vamos a encontrar automáticamente más cantidad de verdad: “la necesidad de sentido hace comprensible la búsqueda religiosa, pero no la legitima, ni, mucho menos, convalida su verdad”. De ahí colige que “la religión es compatible con la duda”; ergo la fe, pese a lo que dice Newman (que jamás se avendría con Unamuno en este punto), es compatible con la duda. Y por lo tanto, una vez más, no puede ser una certeza, en el sentido del término emparentado con la verdad. Estrada expone con mucho pundonor una tesis a la que todos los filósofos deberíamos rendir honor: “habría que hacer un elogio de la duda en relación con las creencias, no solo de las religiosas”. Pues, especialmente “una teología después de Auschwitz tiene que ser capaz de afrontar su no saber”.

Por lo demás, no hay modo alguno de asignar “razonabilidad” ni a la fe ni a las creencias per se. Mientras exista la fe de los yihadistas y la “fe del carbonero”, ¿cómo hablar de una confianza que sea siempre razonable? Puesto que la fe forma parte de la biografía emocional de cada uno, dada su carga vivencial, resulta absurdo reclamar para ella un grado de certitud especial. Lo sabemos desde que Leon Festinger desenmascaró las disonancias cognitivas: aquello que más nos importa creer como cierto es digno de la mayor de nuestras sospechas. Eso no comporta su falsedad; tan solo convoca, según la cita de Lequier que encabeza este texto, a hacer acopio de humildad sobre lo que creemos saber.

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Algunos autores han querido, al contrario, enfrentar la fe a las emociones, al menos cuando aquella es vehículo de espiritualidad. El Raimon Panikkar de 1965 es aún presa de la clásica visión en la que la razón y las emociones se contraponen: dice que las últimas han de ser extirpadas para alcanzar el estadio espiritual más elevado, ya que “el aspecto sentimental es solo una apariencia, o, si se quiere, un velo externo que cubre dimensiones más profundas” (Religión y religiones). Justo al revés, Marina (Dictamen sobre Dios) sostiene que “la religión nace de un sentimiento: de una evidencia afectiva, y su valor va a depender del valor que atribuyamos a esa evidencia”. James, en su imponente clásico Las variedades de la experiencia religiosa, explica muy bien esta componente sentimental: “los estados místicos … son excitaciones como las emociones amorosas o la ambición, regalos a nuestro espíritu por los que los hechos, antes objetivos para nosotros, alcanzan ahora una nueva significación y establecen una conexión con nuestra vida activa”.

James lo remacha así: “Creo que el sentimiento es la fuente más profunda de la religión, y que las fórmulas filosóficas y teológicas son productos secundarios, al igual que traducciones de un texto a otra lengua”. Para Wittgenstein y los que le siguieron, la fe es en su totalidad emoción (una “creencia inconmovible”). James llega a afirmar que “la razón lógica del hombre opera en este campo de la divinidad exactamente como siempre ha actuado en el amor, en el patriotismo, en la política o en cualquier otro de los asuntos de la vida en los que nuestras pasiones y nuestras intuiciones místicas fijan de antemano nuestras creencias”.

James explica que la razón no puede ni originar ni menos aún apuntalar la fe religiosa (“el razonamiento es un camino relativamente superficial e irreal hacia la deidad”). Es una tesis decisiva que incide en que la fe religiosa comparte campo (psicológico, epistémico, existencial) con otras fes que nos resultan aparentemente más naturales —por exentas de polémica y por no ser base de mutuo enfrentamiento—. Reconocerlo es el primer paso para disolver términos de uso excluyente, como creyente y fiel.

Escribe David Hume en su Investigación sobre el entendimiento humano: “La creencia no es nada sino una concepción de un objeto más vívida, intensa, fuerte, firme y estable que cualquiera de las que la imaginación por sí sola pudiera lograr”. Y más adelante puntualiza: “pero esta facultad imaginativa jamás puede por sí sola producir una creencia; y eso hace evidente el hecho de que las creencias no consisten en ninguna naturaleza u orden especial de ideas, porque la imaginación no tiene límite alguno con respecto a eso, sino más bien en el modo de su concepción y en su sentir para la mente”. En la fe y la creencia, lo que hay es un modo peculiar. Hume lo abrocha así: “en la filosofía no podemos ir más allá de afirmar que la creencia es algo sentido por la mente que distingue las ideas del juicio de las ficciones de la imaginación. Las dota de más peso e influencia, hace aparecer de mayor importancia, fortalece en la mente, y constituye en los principios rectores de nuestras acciones”. Todo esto nos consta desde 1748.

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Las denominaciones “creyente e infiel” han sido categorías de las que han pretendido apropiarse los teísmos más beligerantes como un modo de marcar su terreno y señalar el de sus enemigos. Pero se trata, como he tratado de argumentar, de un posicionamiento psicológica y epistemológicamente insostenible. No existe un “fenómeno de la fe”; no en un sentido fundamentalmente distinto a que exista un “fenómeno de la idea” del que naturalmente, nadie habla. Tener fe es un hecho trivial, esto es, humanamente prosaico, universalmente extendido entre los humanos; nada que nadie pueda esgrimir como factor diferencial. Es posible aplicar la atinada definición de Pablo de Tarso tanto a la religión, como al amor, al porvenir de la humanidad o a las instituciones democráticas. Así, escribe Fromm que “la fe en los demás culmina en la fe en la humanidad” (El arte de amar).

No existen, pues, los infieles; todo el mundo alberga alguna y con frecuencia muchas fiducias. La experiencia de creer y confiar, de adherirse a bloques de conocimiento sin pruebas, en base al testimonio de los demás, ocurre en todas partes y a todos, del modo en que refiere Ortega en Misión de la universidad, “como las manos son un atributo de un hombre. El hombre a veces no tiene manos; pero entonces no es tampoco un hombre, sino un hombre manco”. La fe en Dios, la fe en uno mismo, la fe en la humanidad (quiere decir: en su bondad esencial, en su supervivencia, etcétera), o la fe en la justicia; solo cambian los contenidos de esos saltos en el vacío (creencias decisivas) que son las fes. Aunque Welte (¿Qué es creer?) estuviese en lo cierto y hubiese que aceptar que “la fe sigue siendo un salto”, ese es un salto que los seres humanos están, sea desde la religión o desde otras instancias, acostumbrados a dar, pues con mucha frecuencia adoptamos posturas existenciales agudas que están lejos de tomar basamento razones y hechos. Nuestros movimientos vitalmente más arriesgados, aquellos que finalmente marcan el curso de nuestras vidas, rara vez son planteados desde argumentaciones completas y nítidas, intersubjetivamente comunicables, por todos entendibles. Somos un animal propenso a las corazonadas; somos el único que decide, y no es raro que lo hagamos desde un sentimiento inexplicable. El propio Welte lo reconoce:

Así pues, progresamos en la realización de nuestra existencia, aunque solo sea avanzando a lo largo del camino, traspasamos de continuo la frontera que separa lo sabible de lo que no puede saberse. Pero ese traspaso es precisamente la condición para que pueda realizarse la existencia.

Pese a todo, esta ubicuidad de la fe y de las creencias, su frecuencia apabullante en todas las esferas de lo humano, o el hecho de que no existan niveles epistemológicos “superiores” ni “inferiores”, resulta ignorada hasta extremos que a veces cuesta trabajo entender. En el libro de entrevistas de Antonio Monda (¿Crees en Dios? Conversaciones sobre Dios y la religión), se produce una escena con la escritora Paula Fox que lo ejemplifica con gran claridad: el entrevistador, presa del esquema en el que la fe propia es conocimiento y la ajena superchería, no entiende cómo la entrevistada manifiesta no estar impresionada por la relevancia de las creencias teístas en su país:

AM:      Vive usted en un país donde el noventa por ciento se declara creyente en Dios.

PF:       Es una cifra extraordinaria, pero le remito también a una estadística según la cual el sesenta por ciento de los americanos considera que el sol gira en torno a la Tierra.

AM:      Perdóneme, ¿pero qué tiene que ver la fe con la ignorancia?

De un modo absolutamente fascinante, al entrevistador ni siquiera se le ocurre la posibilidad de que ambas sean creencias o fes. Sin embargo, eso es justo lo que son: creencias absolutamente equiparables en términos estrictamente epistemológicos. No hay una verdad “de mayor rango” (solo una “de rango distinto”) a la que apelar desde la fe.

Reconocer que solo creemos que sabemos y no que sabemos que creemos, es una afrenta no a la fe de nadie, sino al dogmatismo de cualquiera. El muro que separa a creyentes de increyentes no existe: es un holograma instalado por algunos sinvergüenzas y algunos criminales. Las denominaciones “creyente e infiel” han sido categorías de las que han pretendido apropiarse variantes beligerantes de teísmos y todos los totalitarismos que en el mundo han sido, como un modo de marcar su terreno y señalar el de sus enemigos, sea para recabar ciertos beneficios materiales, sea para hacer propagar la destrucción. Si retiramos a la fe su impronta exclusivista, ¡cuántas cosas podrían cambiar!

david-cerda-y-daniel David Cerdá, 12 de abril de 2015

PARA LEER EN PDF (pp. 11–24): HCH-4-MAYO-2015