¿Dónde le aprietan las botas a Heidegger?

HCH-2-HANNAH-ARENDT-STRASSE-EYAL-STREETT HCH 2 / Enero 2015

¿Dónde le aprietan las botas a Heidegger?, por Jordi Claramonte

Para Álvaro con amor cerebral pero verdadero.

Ve Heidegger un cuadro de Van Gogh en que aparecen pintadas un par de botas viejas y se le hace evidente que en “la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena…la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos mientras sopla un viento helado…”. Por supuesto que esto es así, y no de otra manera, porque “en la obra de arte se ha puesto a la obra la verdad de lo ente. El arte es ese ponerse a la obra de la verdad”. Heidegger puede fantasear así con su labradora, llena de una dura pero sana –sanísima– fatiga. Y puede postular –sin duda como una revelación de la Verdad también– una, no por callada menos inquietante, llamada de la tierra que tiembla en las botas de marras.
Los fragmentos en los que Heidegger describe su peculiar fantasía campesina son francamente hermosos y seguramente –si no nos ponemos pejigueros con lo de la llamada de la tierra– sea la de Heidegger una experiencia estética tan genuina y fértil como los surcos de la campesina. Ahora bien, no acabo de ver por qué esa concreta experiencia estética que Heidegger transcribe tenga que conllevar “la apertura de lo ente en su ser, el acontecimiento de la verdad”, saliendo a la luz –mira tú por donde– lo que obra en la obra. ¿Sólo eso obra en la obra?

Parece evidente que no deja Heidegger mucho espacio para el juego y la deriva estéticos. Parece evidente que no le sabe muy mal cargarse la generatividad característica de lo estético, de lo irreducible a concepto.

En Heidegger –y por eso no pasa de ser un dominguero de la estética– no hay policontextualidad, sino sobredeterminación metafísica. No hay juego de facultades y funciones, sino revelación de una Verdad –la comparecencia del Ser ese y por las mismas la famosa llamada de la tierra– que el filósofo resulta saber o que acaba por encontrarse de una vez por todas.
Por supuesto que podemos coger el cuadro de Van Gogh y acoplarnos con la fantaseada vida de la campesina que usa esas botas para trabajar, pero ¿es esa la Verdad que alienta en la obra? Seguramente, y por no dejar el ejemplo de Heidegger, podríamos igualmente acoplarnos a partir del cuadro de Van Gogh con la sensación de la duración de los objetos con los que vivimos durante años, a los que reparamos, los que hacemos y nos hacen, y no decir ni una palabra de la llamada de la tierra ni de la vida campesina. ¿Sería esa una experiencia menos legítima? ¿menos verdadera?
Es muy interesante en Heidegger su capacidad para postular, más allá de las lecturas secamente formalistas o historicistas, la vigencia de un modo de relación en la obra analizada, para hacernos ver las posibilidades relacionales que alientan en el material estético, pero al atribuirle la pesada y muy alemana funcionalidad de revelador de verdades acaba por acogotar no ya la obra –que ya sería doloroso– sino las competencias de los sucesivos espectadores para acoplarse con diferentes modos de relación a partir de la intrínseca densidad de la obra de arte en tanto medio homogéneo. Como ha demostrado Luis Ramos en su tesis sobre el Ingenium, Spinoza sabía que la teología intenta domesticar la razón intentando explicar imágenes ingeniosas –hechura de los necesariamente diversos ingenios– como si fueran dogmas o misterios divinos. Lo que le sobra a Heidegger de teológo es lo que le falta de pensador de la estética, y eso hace abortar por completo el intento de sacar una estética de los escritos de Heidegger. Ningún intento que ignore las tramas y las complicidades de lo repertorial y lo disposicional puede postularse como un ensayo medianamente serio de pensar lo estético.

JORDI-CLARAMONTE Jordi Claramonte, 19 de julio de 2009

Publicado en el Blog Estética Modal el 19 de julio de 2009

PARA LEER EN PDF (pp. 89, 90): HCH-2-REVISTA-ENERO-2015