Nuestro Credo

HCH-2-HANNAH-ARENDT-STRASSE-EYAL-STREETT HCH 2 / Enero 2015

Nuestro Credo, por David Cerdá

Hay días en que a uno lo aplasta uno de esos tsunamis de mezquindad que de cuando en cuando se le escapa a los habitantes del planeta. Ya debería uno estar acostumbrado al hecho de que somos capaces de todo, de lo más sublime a lo más deplorable, junto a todo lo de en medio. Hay para todos los gustos; y lo más corriente es que casi cada semana toque menú degustación. Pero es verdad que a veces, de improviso, una tarde en la que se te han cruzado una decapitación del IS, el encorbatado pirata palopata de turno o el último desgraciado que le hace una pedorreta al Tribunal de la Haya, se te clava en el corazón la angustia terráquea de las narices, esa invitada cochambrosa que te hace perder toda esperanza en la Humanidad.

Estas cosas requieren terapia, y al punto, porque todo lo malo tiene querencia a enquistarse. La mala leche es pertinazmente pegadiza, y a poco que te entretienes en verle las costuras al cuadro, resulta que al rato ya te importa un pimiento Maeda Primavesi, La chica del pendiente de perla, y la madre que las parió. Qué demonios: hasta las variaciones Goldberg te parecen cargantes, hasta un trino de la Fitzgerald con su Louis Armstrong de sus entrañas se te queda en el ombligo como algo fútil, parduzco y francamente prescindible. Ante este panorama, y que me perdone el ramo, es poco lo que el psicólogo puede hacer, porque no se trata de tener las emociones escacharradas o alguna junta cognitiva pasada de rosca, sino de que el mundo es como es o por lo menos está como está. Así es que la única terapia posible, me parece, son unas convicciones sólidas, robustas, constructivas y audaces desde las que no limitarse a observar el dantesco espectáculo, sino atreverse a tomar las armas y lanzarse a dar batalla a tanta estulticia y tanta iniquidad.

Prefiero la palabra convicción a la palabra creencia, ambiguamente empleada como si fuera un sinónimo, porque me parece que “creencia” tiene cierta carga epistemológica que la hace más precaria. En todo caso, no me duelen prendas en admitir que las convicciones propias son siempre el fruto de una ensalada de argumentos y creencias. Creo que han sobrado dogmatismos ávidos de monopolizar el término “creencia”, cuando lo cierto es que esta, que no es más que la conformidad firme con alguna cosa que se desea tener por cierta (sin que tenga por qué serlo), es propia de todos los seres humanos. La humanidad no puede conocerlo todo y ha de seguir viviendo; de ahí que apueste por dar por ciertas serias cosas que no puede probar. La fe, por su parte, no es más que una creencia muy importante, y en modo alguno resulta privativa de la religión: fe en las instituciones, en Dios, en la justicia, en los milagros o en el futuro de la humanidad; todas esas son fes.

Las creencias religiosas tan sólo son unas más entre el conjunto de las creencias humanas. Todos somos creyentes, de modo que enfrentar, por ejemplo, “fe” a “ideología” (término que despide un inconfundible hedor a baratija deleznable), carece de sentido; es un juego de palabras que intenta, de forma más o menos disimulada, de crear rangos de certeza entre las distintas cosas en las que las personas pueden llegar a creer. Una idea es un acto más simple, algo así como la unidad mínima del entendimiento; y un argumento es un conjunto de ideas (premisas y conclusiones) engarzados entre sí.

Afortunadamente, Ortega y Gasset se ocupó hace mucho con extrema lucidez y simplicidad de este tema, distinguiendo claramente entre ideas y creencias. Las ideas se tienen; en las creencias se está. Las ideas las sostenemos nosotros; las creencias, justo al revés: son el marco que hace comprensible y viable nuestra vida. Cada uno tiene un esquema desde el que entender la vida, y cualquiera de estos esquemas tienen a priori el mismo rango. Otra cosa es su enjundia y eficacia, su valor en la contribución a la felicidad y la justicia. Las creencias, en suma, son las que mejor explican cómo somos, bajo que presupuestos vivimos, porque representan bloques con afán de perduración, frente al burbujear de las ideas.

¿Con qué convicciones —volvamos a la desazón de inicio— propongo encarar el presente? Lo expongo, por si a alguien le hace bien en situaciones parecidas, o por si a alguno le esclarece el panorama. Y lo hago tomando prestado lo que escribió Herman Hesse en un tratadito muy difícil de encontrar y que se titula, precisamente, Mi Credo. Su párrafo más sublime, que repite de paso las distinciones de Ortega, dice así:

“Nuestra conducta en la vida no depende tanto de nuestros pensamientos como de nuestras creencias. Yo no creo en ningún dogmatismo religioso ni tampoco en un Dios que ha creado a los hombres y les ha capacitado para el progreso de matarse primero a golpes de hacha y después con armas atómicas, y ahora está orgulloso de ellos. Por lo tanto, no creo que esta sangrienta historia universal tenga un “sentido” a nivel de un superior regente divino, que nos prepare con ella algo incomprensible para nosotros, pero divino y sublime. Sin embargo, tengo una fe, una sabiduría o una intuición convertida en instinto, acerca del sentido de la vida. De la historia universal no puedo decidir que el hombre sea bueno, noble, pacífico y altruista, pero creo, y además, sé con certeza, que entre las posibilidades que tiene a su alcance se encuentran también esa noble y hermosa posibilidad, la tendencia hacia el bien, la paz y la belleza, que pueden florecer en circunstancias favorables, y si esta fe tuviera necesidad de una confirmación, la encontraría en la historia universal, junto a los conquistadores, dictadores, guerreros y lanzadores de bombas, en las apariciones de Buda, Sócrates, Jesús, los escritos sagrados de los hindúes, judíos, chinos y todas las maravillosas obras del espíritu humano en el mundo del arte. Una cabeza de profeta en el pórtico de una catedral, un par de acordes en la música de Monteverdi, Bach, Beethoven, un trozo de lienzo de Guardi o de Renoir, son suficientes para contradecir todo el terreno bélico de la brutal historia universal y presentar otro mundo espiritual y dichoso. Y por añadidura, las obras artísticas tienen una duración mucho más segura y prolongada que las obras de la violencia, a las que sobreviven muchos milenios”.

Ya sé, ya sé. Ojala fuese cierto. Eso compensaría en cierto modo lo del terrorista, lo del genocida, lo del político ladrón. Pero puede que de lo que se trate sea de querer que sea cierto. Yo no solo quiero, sino que estoy dispuesto a persuadir a cuantas personas se me crucen en el camino para que crean también, porque es un afán natural instalado en todo ser humano el tratar de empujar el mundo hacia el ideal que uno desearía ver realizado. Que es en lo que consiste la democracia: el intento intersubjetivo de convencer a los demás de cuál es el diseño social y los valores que más nos convienen, y hacerlo con métodos pacíficos, con la palabra, desechando la violencia y ateniéndose a la persuasión..

Bueno, o al menos eso creo yo.

david-cerda-y-daniel David Cerdá, Sevilla, 4 de diciembre de 2014

PARA LEER EN PDF (pp. 24–26): HCH-2-REVISTA-ENERO-2015