Defensa de la religión en la escuela

HCH-12-MAIMONIDES HCH 12 / Septiembre 2016

Defensa de la religión en la escuela, por Víctor Bermúdez Torres

Cada vez que surge el tema del lugar de la religión en el sistema educativo estalla la controversia entre defensores y detractores. Entre estos últimos abundan los laicistas, aunque no todos los que se oponen a la religión en la escuela son laicistas (ni todos los laicistas están entre los opositores). Vamos a esbozar un análisis de sus argumentos más comunes y, de paso, a defender los nuestros en defensa de la religión en la escuela. A ver si logramos sacar algo en claro.

Creo que el principal argumento de los detractores de la religión en el sistema educativo tiene que ver con cierta interpretación de lo que es el laicismo y de qué sea y cómo deba constituirse la esfera de lo público. Así, si bien el laicismo – en un sentido básico – no designa más que la exigencia de separar los poderes de la Iglesia y el Estado en el orden político, algunos laicistas van más allá y pretenden extirpar la religión de la totalidad de la esfera pública (o, al menos, de su dimensión más “formal”), confinándola al ámbito estrictamente privado. Para estos últimos no basta con que la Iglesia no participe del gobierno, sino que exigen que se desvincule, a todos los niveles, de cualquier otra institución del Estado, también, y sobre todo, de la institución educativa. Veamos si es esto razonable.

¿Qué es y cómo debe constituirse lo que es y no es público? De entrada, la idea de separar lo público (empezando por las leyes e instituciones del Estado) del ámbito privado de las creencias personales, presumiendo, además, una supuesta neutralidad del ámbito público con respecto a tales creencias, es una abstracción filosófica difícilmente defendible. No hay ley o institución que no encarne determinadas creencias particulares (ni persona o grupo que no aspire, legítimamente, a universalizar e institucionalizar las suyas). Lo privado y lo público, sin ser lo mismo, interaccionan constantemente. Lo público no se funda en una esfera de universalidades moral e ideológicamente aséptica (¿existe tal cosa?), sino en un sistema preponderante de creencias, valores e ideales, bien impuesto por un solo grupo u hombre (como en los regímenes despóticos) o bien el que resulta de cierto modo de gestionar la pluralidad ideológica de la sociedad, tal como ocurre en los estados democráticos. Nadie entendería, en este sentido, que las instituciones tuvieran que mantenerse en un imposible plano neutral con respecto a los valores culturales de aquellos a los que gobiernan y representan. Una cosa es que la monarquía, el ejército o la escuela pública no manifiesten su preferencia por determinadas opciones políticas, ideológicas o religiosas, y otra, muy distinta, que no representen y en cierto modo administren (de modo equilibrado) la pluralidad de valores e ideales de los ciudadanos a los que gobiernan, protegen o educan. Por ejemplo: ¿ha de asistir un político a procesiones religiosas? Algunos laicistas defienden que no, y parte de su argumento es que un representante del Estado no debe comprometerse con valores que solo ostenta una porción de la ciudadanía (por muy significativa que esta sea). Pero de ser justo, esto obligaría a a los gobernantes a abandonar, en gran medida, su función representativa, pues la inmensa mayoría de los acontecimientos sociales encarna valores e ideales igualmente relativos a una parte de la población. ¿Tendrían que excusar su presencia en actos como la inauguración de una gran empresa, o en fiestas regionales o locales, o en celebraciones relativas el género, como la fiesta del Orgullo Gay? Se podrían dar muchos más ejemplos. Obviamente—dirá alguien— podría prescindirse de esta función representativa, o reducirla al mínimo. ¿Pero qué Estado democrático sería aquel que no representase de forma explícita y proporcionada los distintos valores, ideales o creencias de la comunidad que dirige y gestiona? ¿Pueden separarse tajantemente la voluntad soberana de los ciudadanos y sus decisiones políticas, de las creencias, valores e ideales particulares que las informan y sostienen? ¿En qué consiste, en una democracia, el interés común sino en una suma o coincidencia de intereses privados? ¿Y no son estos intereses la consecuencia de las creencias, valores e ideales asumidos por individuos y grupos sociales particulares?… Si todo lo anterior es cierto, imaginemos ahora que gran parte de los ciudadanos de un determinado Estado se identificara con ciertas creencias religiosas. ¿No sería una muestra inaceptable de totalitarismo que se negara un cierto —y relativo— carácter público a dichas creencias, obligando a retirar los símbolos religiosos de las calles de ese Estado, o proscribiendo de su calendario las celebraciones de origen sagrado[1], como he escuchado decir a algunos laicistas furibundos?

Uno de los errores más graves en relación con todo lo anterior es el de concebir la educación como parte de esa esfera de presunta asepsia ideológica con que los laicistas (o parte de ellos) identifican a lo “público”. No ya porque, como decíamos, no exista ningún ámbito institucional ideológicamente neutro (tampoco el sistema educativo lo es), sino porque, más aún, la escuela (y, sobre todo, la escuela pública) es la institución—junto con la familia y otras— que debe contribuir esencialmente a formar las ideas, la conciencia y la identidad de los ciudadanos. Creer que la educación es o debe ser una actividad ideológicamente “pura” es un absurdo en sus términos, en cuanto que educar es, precisamente, transmitir (todo lo críticamente que se deba) una determinada serie de ideas, valores y actitudes a aquellos que educamos. No hay acto o contenido educativo — empezando por la elección de tales contenidos como “educativos”— que no dependa de ideas y juicios de valor. Creer otra cosa es, además, una muestra de ingenuidad peligrosa. Todo fundamentalismo se ancla en la presunción de neutralidad amoral (o de absoluto moral, los extremos se tocan) de determinadas ideas y creencias —que, para sus defensores, no son meras ideas o creencias, sino verdades por encima de toda otra consideración—. Un conato incipiente de fundamentalismo asoma hoy —por ejemplo— en todos aquellos que creen que una educación exclusivamente científico-técnica, y regida por tendencias psicológicas y pedagógicas más o menos de moda, se encuentra libre de adoctrinamiento, olvidando así que, como se ha demostrado tantas veces, la ciencia, la tecnología o la psicología aplicada son actividades tan potencialmente sujetas a creencias irracionales, supuestos morales e intereses de todo tipo, como cualquier otro sistema ideológico.

El problema no es, pues, esterilizar la escuela de doctrinas o ideologías —algo que es imposible—. El problema es decidir cómo decidimos cuáles de esas doctrinas e ideas merecen formar parte de la educación que transmitimos a nuestros hijos. ¿Quién decide los contenidos educativos? Si no deseamos incurrir en actitudes totalitarias lo primero es admitir que son los ciudadanos los que, en último término, deben orientar la decisión acerca de lo que se trata y no se trata en la escuela. Por lo que, si una notable proporción de esos ciudadanos quiere trasvasar a sus hijos, a través de las instituciones educativas —y junto a muchas otras cosas— determinadas creencias religiosas, no veo qué se puede objetar a esto desde una óptica democrática, dado que dicha formación no es (por supuesto) sino una opción —no ninguna imposición —que las familias y alumnos pueden tomar con plena libertad de conciencia.

La defensa de la “libertad de conciencia” es, por cierto, una de los lemas con que el laicismo abunda en sus ataques a la religión en la escuela. Aunque hasta el momento no he logrado saber qué significan exactamente, en esa expresión, los términos “libertad” y “conciencia”, me atrevo a suponer que se refieren a evitar que los alumnos sean adoctrinados en creencias o ideologías dogmáticas que comprometan su libertad de elección. Si es así, la intención es indudablemente buena, pero, a nuestro juicio, contiene un grave error de base. Procurar, en ese sentido, la “libertad de conciencia” de alguien no tiene nada que ver con protegerle de ideologías y creencias dogmáticas (todas, también las científicas, o el propio laicismo, lo son en un grado u otro); creencias que, como las religiosas, dada su dimensión social, no se pueden, además, ocultar. Fomentar la libertad de conciencia es mostrar que ninguna creencia, idea o discurso es el único posible, mostrándolos todos y dando a la gente las herramientas críticas para juzgarlos y para tomar sus propias decisiones racionales. Estos dos principios: la pluralidad de ideas, de un lado, y la capacidad crítica de los ciudadanos, del otro, son, por demás, los que parecen distinguir a una sociedad democrática y los que deberían regir, por lo mismo, su sistema educativo. Es por esto que los estudiantes deberían de tener libre acceso a todas las perspectivas ideológicas posibles: la científica, la humanística, la artística y también la religiosa. Quizás no todas en el mismo grado, ni en el mismo momento de su desarrollo, pero sí todas las que tengan alguna relevancia social, incluso las más alejadas de los valores comunes. ¿Por qué no? Si tan perniciosas son, ¿qué riesgo implica exponerlas y, así, acabar confirmando su presunta maldad e inconveniencia? Tal vez —como afirman algunos de mis amigos laicos—, la ciencia sea la única fuente legítima de verdades, y la religión una simple colección de mitos falsos y moralmente nocivos. ¿Pero por qué no se deja decidir a los alumnos sobre esto, una vez bien pertrechados de toda la información y de las herramientas de análisis adecuadas? Porque, sobra repetirlo, la condición para exponer a los alumnos a tanta diversidad ideológica es dotarles, desde el principio de su vida escolar, de las herramientas adecuadas para el análisis crítico y la decisión racional. Esto último es, por cierto, el cometido atribuido a una materia tan denostada hoy como la filosofía y que, bien impartida, debería ser la columna vertebral de todo el currículo educativo, desde primaria (hace decenios que se viene desarrollando y testando la “filosofía para niños”) hasta la universidad. Si los ciudadanos estuvieran habituados, desde muy pronto, a la argumentación racional y a la reflexión crítica, no habría dogmatismo que se les pudiera inculcar sin permiso de su conciencia.

Hablemos, por cierto, del asunto del dogmatismo. Muchos de los argumentos contra la presencia de la religión en la escuela aluden al carácter dogmático (y, por ello, presuntamente inaceptable) que tiene la materia. Trataré a este respecto de dos ideas que ya he mencionado antes. La primera es la necesidad de relativizar la atribución de esa temible y confusa categoría de lo “dogmático” a las asignaturas que suelen impartirse en la escuela. La segunda vuelve a la cuestión de los criterios que han de determinar lo que se enseña a los alumnos.

En cuanto a qué sea o no “dogmático” no vamos a emprender un excursus epistemológico sobre la cuestión, pero sí recordar ciertas generalidades sobre el asunto del conocimiento en las que parece haber un relativo acuerdo (o un no excesivo desacuerdo) entre filósofos y expertos. De entrada, el cientifismo —la doctrina de que todo es doctrina o dogma menos la ciencia (que sería, así, un saber objetivo basado en hechos y en criterios puramente lógicos—, y sus versiones más actualizadas, representan una teoría, cuando menos, muy discutible (cuando no sobradamente refutada) tanto entre filósofos como entre científicos. Muy pocos de entre estos dejarían de reconocer que la ciencia es, en buena parte, un producto repleto de axiomas, postulados, definiciones, creencias y métodos con poco, ninguno, o muy problemático fundamento racional. Es cierto, desde luego, que la ciencia admite y promueve mucha más discusión interna que la religión, pero la diferencia no es tanta en cuanto a la discusión sobre lo fundamental. La ciencia proporciona conocimientos que se revisan, se falsan y probablemente (desde criterios cada vez más pragmáticos) incrementan su certeza, pero este desenvolvimiento no afecta a su núcleo, a la parte “sagrada”, por así decir, de las teorías científicas. Este núcleo tiene que ver, por ejemplo, con determinados supuestos ontológicos y epistemológicos (el naturalismo o el empirismo entre ellos), o con la colección de términos, metáforas y conceptos primitivos e indefinibles que delimitan cualquier paradigma o disciplina científica en su estado actual. Por definición, ninguna ciencia podría poner en cuestión todos estos supuestos filosóficos o “metacientíficos” sin negarse, en algún grado, a sí misma, por lo que estos actúan, en la práctica, como una suerte de dogmas de fe… Imaginen que en clase de matemáticas se plantearan cuestiones sobre tales supuestos (cuestiones sobre lógica, o sobre la entidad y existencia de los números); podría ser muy interesante, pero acabaríamos con la propia clase de matemáticas. Supongan ahora que en el aula de física alguien planteara las objeciones escépticas de los filósofos, o pretendiera discutir las teorías materialistas que están en la base de las creencias de cualquier físico. En ese ámbito, tales discusiones resultarían improcedentes: los presupuestos ontológicos de la física son indiscutibles, y esta ha de tomarlos como dogmas, sin más. Exactamente lo mismo cabría decir de las ciencias humanas. Pongamos que en Historia del Arte se tratara seriamente del fundamento de la noción de arte, o que en Psicología se planteara el problema de la entidad de la mente, o en Historia el concepto de tiempo. Todas estas ideas (la belleza, la mente, el tiempo) no están abiertas a la discusión racional en el marco de las ciencias que las utilizan como nociones predefinidas, por lo que, a efectos prácticos, adquieren una naturaleza similar a la de los dogmas religiosos. En general, y por concluir, podemos afirmar que ninguna ciencia es concebible sin un cierto grado de dogmatismo en aquello mismo que fundamentalmente la constituye como tal ciencia (sus términos primitivos, sus supuestos ontológicos y epistemológicos, etcétera). Por lo que la presunta distinción entre saberes dogmáticos y no dogmáticos carece de relevancia para justificar la exclusión de la religión (que es un saber enormemente más dogmático que la ciencia, sin ninguna duda) de la escuela. Y eso que solo hemos hablado de ciencias. Es curioso que muchos de los que acusan a la religión de fomentar la irracionalidad defiendan, a la vez, la necesidad de las enseñanzas artísticas, sin reparar en que estas suelen admitir de manera explícita, y con una contundencia rayana en lo religioso, la irracionalidad de sus fundamentos —el gusto, no se cansan de repetir artistas y estetas, no es un juicio que responda a criterios lógicos y objetivos… —. Ciencias naturales, humanas, enseñanzas artísticas, religión: el dogmatismo es una cuestión de grados y, sinceramente, si hubiera que eliminar toda materia que careciera de él, ¡habría que cerrar las escuelas! Un saber absolutamente crítico y libre de dogmatismo solo cabe encontrarlo (y solo de manera ideal) en la filosofía, aunque esta, y justo por eso, no llegue a ser nunca un saber, sino solo la pretensión de serlo. Si esto es así, todo lo que no sea esa búsqueda libre y puramente racional que es la filosofía no será más que explicación de doctrinas y desarrollo de paradigmas científicos, o bien simple transmisión de determinadas visiones del mundo, creencias estéticas, universos poéticos, mitos contemporáneos y, también, ¿por qué no?, concepciones religiosas…

Pero incluso suponiendo que solo la teología y la enseñanza de la religión fuesen saberes y prácticas dogmáticas (y solo dogmáticas, que tampoco es el caso), tendríamos que volver a hacernos la pregunta decisiva: ¿qué es lo que hay que transmitir en la escuela, y por qué? La mayoría de la gente opina, y creo que con buen criterio, que la educación no puede limitarse a suministrar información científica a los estudiantes, sino que también ha de proporcionarles ciertas experiencias espirituales (estéticas o artísticas, por ejemplo), recursos para cuidar su salud (mediante la educación física), pautas para la orientación moral (ética) o herramientas para reflexionar sobre todo esto y sobre cualquier otra cosa (filosofía). Dicho de otro modo: casi nadie niega que la formación científica y racional sean y deban ser fines educativos prioritarios. De hecho, por motivos muy variados (y no necesariamente científicos ni racionales), el estudio de las ciencias positivas se ha impuesto desde hace décadas como el eje vertebral de nuestros sistemas educativos (dejando al margen a las enseñanzas artísticas, a las llamadas humanidades y, mucho más allá, a la religión). Ahora bien, aquellos fines no son ni deben ser los únicos. No es un objetivo educativo menor el de permitir que el alumno se forme en todos los aspectos (no solo el científico-racional) que integran su personalidad. Y para muchas personas —nos guste más o menos— la formación religiosa confesional, con sus valores, sus respuestas a las cuestiones vitales y su concepción del mundo y del hombre, es parte del proceso de formación de la personalidad de sus hijos. ¿Es democrática o moralmente legítimo rechazar la demanda de aquellos que reclaman esta formación religiosa para los alumnos? ¿Por qué? ¿No ha de ser, la enseñanza pública, una educación de todos y para todos? ¿No supone esta negativa, además, un “regalo argumental” para aquellos que defienden la enseñanza privada en nombre —también— de la libertad de conciencia de padres y alumnos?… Particularmente creo que ofertar enseñanza confesional en la escuela pública es la mejor garantía de que aquella no se imparte en condiciones mucho menos sujetas a contraste crítico (como en las escuelas privadas o en los templos). Prefiero mil veces que mis alumnos católicos o musulmanes reciban su formación religiosa en el instituto público en que trabajo —y junto al aula de filosofía (de manera que, a continuación, antes o después, podamos hablar y reflexionar libremente sobre lo divino y lo humano)—que en una iglesia o mezquita alejada de ese foro, plural y crítico, que ha de ser, según yo lo veo, la escuela. Al enemigo dogmático (en la medida en que lo sea y lo haya) conviene siempre tenerlo cerca…

La expulsión del ámbito de lo público —según cierta consideración (abstracta y poco democrática a mi juicio) de lo que es lo público—, una distinción (tosca e ingenua) de lo que es y no es “dogmático”, y una determinada concepción (insuficiente) de lo que debe ser la formación de las personas, son, así, a nuestro entender, las principales razones de los detractores de la religión en la escuela. El resto de los argumentos que les he escuchado me parecen mucho más débiles y fáciles de desmontar. La idea, por ejemplo, de que la educación religiosa tenga que ofertarse únicamente en los templos, y no en los centros educativos, es tan peregrina como la de que la educación musical o la educación física tengan que ofrecerse, exclusivamente, en los conservatorios o los gimnasios. La respuesta a esta objeción es que la formación religiosa puede ser (y de hecho es) considerada tan importante por muchos ciudadanos como para que esté presente en la escuela, además de en los templos —del mismo modo que ocurre con la música o la educación física—. De otro lado, la afirmación de que la enseñanza de la religión en España no es más que un atavismo propio de nuestro país (secularmente dominado por la Iglesia católica, etc.), no responde exactamente a los hechos, pues en la mayoría de los países europeos —no todos en la misma circunstancia de dominio eclesial, es de suponer— la religión confesional es de oferta obligada (cuando no obligatoria de cursar) en los centros públicos, exactamente igual que ocurre aquí.

Hay un penúltimo argumento (que más parece una confusión) según el cual lo que realmente se objeta a la formación religiosa es su confesionalidad, y que lo apropiado sería impartir una materia de religión desde una perspectiva científica, histórica o filosófica. Afirmar esto es no entender la diferencia entre la formación religiosa y el estudio de la religión. Sin desmerecer en absoluto (sino todo lo contrario) la oportunidad y necesidad de materias que traten sobre la religión en sí como fenómeno o experiencia humana, trascendente o no, lo que demandan, creo que legítimamente, las personas creyentes es formación religiosa, que no es lo mismo. Del mismo modo —y el ejemplo es frívolo, porque ningún creyente consideraría su religión como algo comparable al gusto por la música—, si alguien creyera que la formación musical es esencial para su hijo, demandaría educación musical (querría que su hijo cantara o tocara instrumentos, que supiera de teoría musical, etc.), y solo de manera complementaria que estudiara historia o antropología de la música, que está muy bien, pero no es lo mismo.

Un argumento cercano al anterior sostiene que la educación religiosa sería aceptable si se impartiera, en el mismo curso, formación de varias o todas las confesiones —tal como hace en otras materias, en las que se estudian distintos estilos artísticos o diferentes perspectivas filosóficas—. Me temo que esto es, de nuevo, desconocer lo que significa la religión para un creyente. No se trata de una perspectiva teórica, entre muchas, ni de una mera cuestión de gusto estético, sino de contraer un compromiso vital (no solo teórico) del creyente con una concepción concreta de lo divino y de los múltiples aspectos de su revelación. Es indudable que es bueno que el alumno conozca otras religiones, pero conocer no es exactamente vivir o experimentar la religiosidad, y esto exige participar de una forma particular de la misma.

No voy a extenderme más. Ni siquiera sé si todo esto es realmente útil. Tengo la impresión, después de varias discusiones sobre este asunto, de que entre defensores y detractores de la religión en la escuela lo que hay no siempre son argumentos racionalmente conmensurables (en torno a la concepción de lo público, el dogmatismo, o la educación, por ejemplo), sino, más bien, ciertas visiones del mundo, del hombre y sus valores, furiosamente enfrentadas. Ni el cristianismo, ni ninguna otra gran religión, carecen de valores humanistas y universales, como he leído en algún panfleto; tan solo tiene los suyos (que para los creyentes, como para todo el que cree estar en lo cierto, han de ser universalmente verdaderos y válidos). Del mismo modo, el iluminismo ilustrado, el cientifismo, o el socialismo (ese “cristianismo para laicos”, decía con sorna Nietzsche) también comprenden una determinada concepción —y también pretendidamente universal y válida para todos— de lo que es y debe ser el hombre, de su lugar en el mundo y del sentido de su vida. Por ello, la polémica en torno a la religión en la escuela no es, muchas veces, más que un debate puramente ideológico. De hecho, cuando defensores y detractores se acusan, unos a otros, de adoctrinar a los alumnos, de lo que realmente creo que desean acusarse muchas veces es de… ¡no adoctrinarlos en las ideas correctas!

Si en el fondo de toda esta controversia late así, como creo, un debate ideológico en torno a la validez de distintas concepciones del mundo y de los fines o el sentido de la vida humana, podríamos hacer dos cosas. La primera sería resolver esta antiquísima polémica de una vez por todas, convenciéndonos todos de cuál sea la mejor manera de comprender el mundo y de vivir en él. Mas como esto parece francamente quimérico, lo único que queda por hacer, desde la perspectiva democrática que todos aceptamos, es asumir que las controversias ideológicas no deben resolverse mediante imposiciones, sino mediante un diálogo razonable, hasta cuando es posible, y mediante la elección individual cuando este ya no lo es. Por eso creo que la escuela debería ofrecer todas las opciones ideológicas (en una democracia perfecta, hasta las más dogmáticas y antidemocráticas), a la vez que fomenta el debate crítico y la reflexión racional en torno a las mismas. Así, y en mi opinión, la religión católica ha de estar presente en las aulas, lo mismo que cualquier otra opción ideológica que la sociedad demande. Sin obligar a nadie a que comulgue con ninguna de ellas, por supuesto, pero también sin prohibiciones en nombre de una determinada concepción de la libertad que lo que hagan sea, precisamente, cercenar la libertad. En general, me parece preferible la ilustración a secas (un movimiento, por cierto, que nunca fue antirreligioso) que el despotismo ilustrado. Es mejor dejar que la gente, una vez bien informada, crea lo que quiera, siempre que a mí o a otros nos permitan, a la vez, tratar de mostrarles las ventajas de fundar sus creencias en la razón y de buscar racionalmente lo infundado más allá de toda creencia. Y que, después de todo eso, cada uno decida lo que más le convenza y le convenga.

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(Educación y religión. Foto de Víctor Bermúdez Torres, Mérida, 2016)

VICTOR-BERMUDEZ-FOTO Víctor Bermúdez Torres, Mérida, 27 de agosto de 2016

Versiones previas y parciales de este artículo pueden encontrarse en los artículos “Prohibido prohibir (la religión en la escuela)” (El Correo Extremadura, 23 de octubre de 2015) y “El lugar de la religión en la educación laica” (eldiario.es, 20 de junio de 2016)

NOTA

[1] En nuestra cultura, por cierto, prácticamente todas las fiestas, y no solo la Navidad o la Semana Santa, tienen un origen religioso, sea cristiano, pagano, o una mezcla de ambos. Luego, en rigor, y desde la perspectiva que criticamos, habría que prohibir la celebración pública de todas ellas.