Introducción al marxismo (grouchista)

10 HCH 1 / Noviembre 2014

Introducción al marxismo (grouchista), por David Cerdá

Fue George Orwell quien dijo, en uno de sus muchos fogonazos lúcidos, que la historia la escriben los vencedores. En realidad, fue bastante elegante, porque la afirmación reversa, tanto más cruda, es incluso más cierta: los vencidos son borrados de los registros, sepultados a vigorosas paletadas en el subsuelo de la memoria colectiva. Así las cosas, el peligro, desde que el Muro cayera, es muy cierto para el marxismo, a menos que Thomas Piketty lo remedie a golpe de bestseller. No obstante, hay un hilo de esperanza contra el olvido en este caso, una esperanza que recae en el otro Marx, cuya lozanía no parece haber demudado el paso de los años.

Creo que no hay mejor signo de salud intelectual que el no ser -ista ni -ano de nada. La vida está cuajada de ideas brillantes y el mundo ha sido surcado por genios contradictorios de todo pelaje, capaces de producir principios sublimes junto a sublimes estupideces. Por lo tanto, no le veo la ventaja y menos aún la gracia a apuntarse a un set de ideas pre-configurado, sea el que sea. Con todo, aún queda un selecto puñado de –ismos de una dignidad suficiente, entre los que se encuentra, me parece, el marxismo grouchista.

Son muchos los que por desconocimiento o por envidia piensan que ser marxista de esta guisa es cosa fácil, trivial y llevadera. Nada más lejos de la realidad. Ser consecuente con sus principios cuesta, y mucho, porque su principal mandamiento (no te tomes demasiado en serio a ti mismo), practicado de veras, da mucho vértigo, y requiere permanecer siempre en una vigilante guardia de sí mismo. El principal enemigo es la taimada vanidad: el hombre, como decía Auden, desea ser libre y desea sentirse importante, lo cual le pone en un espinoso dilema, porque cuanto más se emancipa de la necesidad menos importante se siente. Groucho supo sin duda a qué carta quedarse, y los marxistas grouchistas, obligados a seguir su ejemplo, se ven arrastrados a una quintaesencial pérdida de importancia que solo los egos más livianos pueden cenar y desayunar.

El corpus de ideas marxistas 2.0 es rico y floreado, y sus consignas, bien entendidas, dan para enfrentarse a casi todo. El fiel practicante comete pecado cuando se asquea con la aparente vulgaridad de la gente, y toma medidas según el grave mandato de su líder intelectual (“Bebo para hacer interesantes a las demás personas”). Reconoce el límite hasta en las creaciones humanas más ilustres (“El matrimonio es una gran institución. Por supuesto, si te gusta vivir en una institución”). Hace votos por conservar su amplitud de miras y se persigna frente a quienes dicen poseer la Verdad Absoluta (“Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros”). Sabe reconocer al demonio en cuanto lo tiene enfrente (“La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”), y no tiene reparos en reconocer que a veces hace falta un niño de cuatro años para entender de qué va esta enrevesada vaina llamada vida.

La altura filosófica de la obra de Groucho no resiste la mínima comparación con otras incursiones en el mismo ámbito. Sirva como cruel comparación enfrentar el arranque de su Groucho y yo: “Debo confesar que nací a una edad muy temprana”; con el comienzo mil veces citado de El mito de Sísifo de Camus: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. Dónde va a parar, Albert, dónde va a parar. Aquella que es su autobiografía es un canto a la pasión por la vida, un monumento al sentido del humor que nos habla de unos seres singulares que salvan obstáculos de toda clase y le hace un quiebro a la miseria. Sus páginas están atestadas de extravagancias y pillerías ingeniadas por una familia de deliciosos pirados a la caza y captura de remedios contra el hambre y el aburrimiento. Si uno quiere saber qué hubiera sido de Ulises veintiocho siglos después y en Manhattan, no tiene más que sumergirse en esta lectura. Les aseguro que no pararán de reír, y que al final tendrán como premio añadido una utilísima moraleja. Entretanto, gozarán también de una vívida descripción de los locos años anteriores a la segunda guerra mundial (cuando otro bigote ilustre, y repugnante, le dispute la popularidad al de Groucho), y se sorprenderán con la de veces que un verdadero genio es capaz de arruinarse en el corto espacio de unos años.

El resto del Marx escritor es bastante más ligero, con una ineludible excepción: su colección de cartas. Son antológicas. En ella aparecen compañeros de profesión como Jerry Lewis, el mismísimo Howard Hugues, el presidente de la Chrysler o escritores como T.S. Eliot. Para todos tiene una puya o una burla de sí mismo, y la mayoría de las veces, las dos cosas juntas. Una de las notas más sucintas se la dirige a la revista Confidential, una especie de panfletucho rosa. En uno de sus números, Confidential sugirió que a Groucho, ya entrado en años, le gustaban las chicas jovencitas; algo que desde luego él nunca habría negado. Pero un par de meses después dijeron que su programa de televisión estaba trucado, lo cual le molestó bastante más. Groucho les remitió el siguiente aviso: “ Muy señores míos: si siguen ustedes publicando artículos difamatorios contra mí, me verá obligado a cancelar mi suscripción”.

Groucho también se las tuvo tiesas con la Warner a propósito de Una noche en Casablanca, pues sus ejecutivos entendían que tal nombre conculcaba sus derechos adquiridos en la mítica cinta de Bogart y Bergman. Su respuesta es un alegato contra la rapacidad empresarial y una de las cumbres del humor de todos los tiempos (aquí una versión de la Red).

No voy a entretenerme en hablar de sus películas, porque eso merece un capítulo aparte. Pero dejen que les recomiende de corazón, como medicina para el espíritu y vacuna contra la soberbia, que se tomen un chupito de vez en cuando de esta sabrosa libación filosófica. El marxismo grouchista, a diferencia de otros credos, nunca les pedirá que se maten, se humillen o maten o humillen a otros; no les exigirá que llamen negro al blanco, que desconfíen de su vecino, o que aviven las llamas de ningún eterno infierno; no les exigirá ritos de paso, ni mantendrá un archivo de su filiación, principalmente porque su santo patrón nunca hubiera pertenecido a un club que le tuviera a él como miembro. Y sabiduría siempre podrán obtener de él a raudales. Si les inquieta la economía, allí estará Groucho para recomendarles recato, frugalidad y mesura (“Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…”). Si combinan su inquietud por el progreso con la historia, Groucho tendrá una lección para ustedes (“La humanidad, partiendo de la nada, ha conseguido alcanzar las más altas cotas de miseria”). Si desean saber algo sobre biología (“Soy tan viejo que recuerdo a Doris Day antes de que fuera virgen”) o sobre derecho (“Siempre me casó un juez: debí haber exigido un jurado”), él tendrá también con qué instruirles.

Las tesis marxistas-grouchistas se extienden incluso al sentido último de la vida. En una de las mejores escenas de ese hijo especial que le salió a Groucho, Mr. Allen, Mickey Sachs, el papel que encarna Woody en Hannah y sus hermanas, pasa de la alegría inmensa de saberse no afectado por un cáncer terminal, al profundo abismo de comprender que, si no hoy, seguro que mañana habrá un final que quizás compromete el sentido de vivir. Tras pasar —infructuosamente— por los distintos credos disponibles en el supermercado de las espiritualidades, Sachs (acaso tras leer El dilema de Sísifo) decide suicidarse. Tras errar por poco el tiro, se refugia en un cine donde pasan Sopa de ganso. Por allá deambulan los Marx Brothers, Margaret Dumont, y el resto, haciendo de las suyas y pasándolo en grande. Y entonces concluye que la vida, a fin de cuentas, con toda su brevedad y todas sus miserias, merece la pena ser vivida.

Y eso en unos pocos fotogramas; compárenlo ustedes con el terrible trance de pasar por los más de tres millares de páginas de El Capital.

david-cerda-y-daniel David Cerdá, Sevilla, 16 de octubre de 2014