Sócrates y su voluntad

10 HCH 1 / Noviembre 2014

Sócrates y su voluntad, por Delia Aguiar Baixauli

I

En el diálogo platónico titulado Critón, el personaje cuyo nombre da título al texto se presenta en la celda de Sócrates para convencer a éste de que huya, de que se deje ayudar por los amigos para preparar su fuga, puesto que, si permanece allí, sufrirá una muerte segura. Sócrates, para justificar que no puede hacer tal cosa, pues actuaría injustamente, personifica a las leyes y les da la palabra, mostrando lo que tendrían que decir ellas si él, como condenado, decidiera fugarse de la ciudad. Uno de los argumentos principales que dan las leyes es conocido: si él las destruye (saltándoselas), las leyes del Hades, cuando él llegue allí, estarán en su contra y le mirarán con desconfianza. Las leyes no son injustas, los que han sido injustos han sido los miembros del jurado acusando a Sócrates de una culpa que no tiene. Él, que vivió siempre en la ciudad y se benefició de sus comodidades, adquiriendo un compromiso con esas leyes, debe ahora, por tanto, acatarlas.

Sin embargo, habría que pensar si, como ya sugirió Nietzsche, Sócrates quería morir porque estaba cansado de la vida (y en el fondo aquella fue la manera más fácil que se le presentó) o realmente habría alcanzado ese estado de gracia en el que la propia voluntad queda anulada, estado que tan bien describe Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación.

Si se tratara del primer caso, podría ser que esos argumentos que Sócrates expone fueran la forma de justificar un deseo que ya existía desde antes de ser juzgado (el entendimiento está al servicio de la voluntad), y que si él hubiera deseado vivir, hubiera encontrado otros argumentos y otro discurso para esas leyes que le hablaban y, así, darle la vuelta al asunto, discurso que bien podría haber sido algo parecido a esto:

“Sócrates, nosotras servimos para mantener la justicia entre los hombres. En virtud de nosotras se define la consecuencia que tiene cada acto: si un hombre ha matado a otro, allí está una de las nuestras para señalar qué debe suceder con este hombre o cómo ha de pagar su delito; si otro ha robado, lo mismo. Nos plegamos y nos aplicamos con lealtad a cada acto, que no a cada ser humano (porque hay otras facetas de éste que en nada nos afectan ni nos incumben). Pero, en tu caso, puesto que tú no cometiste el crimen del que se te acusa —corromper a la juventud y adorar a otros dioses—, no podemos unirnos a ese acto ni aplicarnos a él, porque no existe, y ahí somos como el agua que se quiere mezclar con el aceite. Los miembros del jurado nos fuerzan a ello, pero nuestro cuerpo rechaza esa opción. Nosotras estamos siendo las castigadas, no tú; se nos usa como un instrumento en el lugar equivocado, como el que quiere abrir una nuez con un calzador de zapatos. Por eso debes huir, para evitar ese castigo que se nos impone, y sólo huyendo nos liberarás de esa carga. No basta con que los hombres que juzgan sean justos y nos apliquen en los casos en que verdaderamente somos necesarias, sino que es preciso que existan esos casos. Imagina un país en el que todos fueran virtuosos y nadie cometiera crimen alguno, pero que, por usarnos, nos aplicaran a los buenos y a los que nada hicieron, sólo por ponernos en práctica. ¿Cómo nos sentiríamos nosotras? En nuestro interior debe existir la imparcialidad, debemos ser objetivas, pero nos revolvemos incómodas cuando nos obligan a posarnos en el aire, como mariposas que no tienen dónde sujetarse. Tú, Sócrates, que sabes que nada hiciste de lo que se te acusa, debes escapar y liberarnos contigo. Diferente sería si supieras que el jurado tiene razón, pues todo aquel que ha cometido una falta la guarda en la conciencia y debe someterse a las consecuencias previstas por el Estado. Pero no es el caso. Así que, si no ya por ti, huye por nosotras, déjanos libres para los casos en los que sí tenemos tarea y serás recibido en el Hades como un héroe, y las leyes de allí se enorgullecerán de ti por habernos liberado a las de aquí de tan malos usos”.

Pero Sócrates quería morir, y este argumento jamás hubiera salido de su boca. Pero ¿quería morir por cansancio, o porque comprendió que la verdadera virtud está en la renuncia y en el ascetismo, y porque consiguió vencer definitivamente a su voluntad, anulándola y convirtiéndose en el “sujeto puro del conocer” schopenhaueriano? De esta doble posibilidad se deduce la necesidad de un análisis de la ética socrática.

II

La ética socrática está directamente vinculada con la teoría socrática del amor que encontramos en El Banquete. El que está preñado de virtudes puede engendrar y dar a luz a éstas únicamente por medio del amor, enamorándose de un alma bella que despierta su deseo de mostrar lo bello y educar en lo bello, para acceder así, finalmente y tras un largo proceso, a la contemplación de la belleza en sí.

El amor —que no es un dios ni un mortal, sino algo intermedio entre lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, la sabiduría y la ignorancia— es aquello que permite, al que desde niño estaba preñado con esas virtudes bellas, acercarse a la contemplación de la belleza en sí, amando primero a los bellos cuerpos y después a las bellas almas; porque en virtud de su preñez siente mayor apego a lo bello que a lo feo, despertándose entonces el deseo de engendrar la belleza que él posee, el deseo de sacarla fuera y hacerla crecer, darle vida, alumbrarla, intentando educar al que ama. El amor hacia las bellas almas es lo que permite ese engendramiento, que se manifiesta también en las bellas obras o en dar vida a las leyes, porque la mayor sabiduría moral es para Sócrates el ordenamiento de las ciudades mediante la virtud de la justicia.

Brevemente expuesto, el proceso educativo que Diotima de Mantinea le revela a Sócrates consiste en hacer contemplar al amado bello, en primer lugar, la belleza de las normas de conducta y las leyes, para luego darle a conocer la belleza de las ciencias, lo que terminará haciendo que éste engendre a su vez bellos discursos y ascendiendo así, paso a paso, a lo mejor a lo que puede aspirar el ser humano: a la contemplación de la belleza en sí, absoluta y limpia, sin estar contaminada por los bellos colores o “por las carnes humanas”. El que logra esto estará en condiciones de engendrar virtudes verdaderas, porque está en contacto con la verdad. Por tanto, la voluntad sigue activa en la contemplación, no se anula, y Sócrates, de haber contemplado esa belleza, podría o tendría que haber seguido viviendo para engendrar más virtudes.

Es evidente que Sócrates excluye a los “feos” de espíritu de su teoría del amor. Llegado este punto, no dejo de preguntarme: ¿qué pasa con ellos? Platón, embarcado en esta descomunal obstetricia —entre engendramientos, alumbramientos y partos—, no dice ni una palabra de ellos. Nadie engendra en ellos lo bello, porque no despiertan el deseo de hacerlo; y, sin embargo, la fealdad de espíritu existe. ¿Qué hacen esos seres en el mundo y qué sentido tiene su existencia? ¿Por qué se les vuelve la espalda de esta manera?

De nuevo Sócrates ha dado voz a alguien; en su diálogo Critón daba voz a las leyes, aquí da voz a Diotima. Pero Diotima le dice lo que él quiere escuchar, aquello que se ajusta a su modo de proceder con los jóvenes bellos de espíritu, pero nada le dice de los feos de espíritu, porque Sócrates nunca se ocupó de ellos ni pensó a qué respondía su fealdad o incluso su maldad. Guiado por su experiencia hace hablar a Diotima, pero siempre guiado por su experiencia y por lo que su voluntad le dicta.

Yo me pregunto si no será una teoría del amor más amplia aquella que nos dice que hay que amar a alguien con sus defectos y sus virtudes, tal y como es, sin intentar cambiar nada, sin esa obsesión por educar y domesticar que tanto gustaba al filósofo griego, respetando la esencia y la voluntad que en cada uno reina. Creo que Schopenhauer supera aquí de nuevo a Platón, porque él se hizo cargo del mal y de la fealdad y encontró una respuesta para ambos, les dio cabida en un sistema al hablarnos de la misma y única voluntad que se manifiesta en los distintos fenómenos, una voluntad variable y a veces contradictoria, que incluye los malos y los bondadosos impulsos. Lo que Sócrates entiende que está disperso por el mundo —la belleza— y que él “reúne” en la Belleza en sí, Schopenhauer lo recoge en su idea de la voluntad del mundo. Que la voluntad del mundo sea la cosa en sí, que haya “cosas en sí” es algo cuestionable, pero lo mismo podría decirse de la “belleza en sí”.

III

La cosa en sí, considerada desde el punto de vista de Schopenhauer —y, dicho sea de paso, la mejor explicación que yo he encontrado de ella hasta el momento—, es aquello que nos queda una vez que descartamos nuestras representaciones, mientras que el fenómeno es siempre una representación fruto de nuestro entendimiento —espacio, tiempo y causalidad—. Este concepto de “cosa en sí”, que es también aquello que existe por sí mismo, sin mediación de otra cosa, ha sido duramente criticado desde hace siglos, principalmente porque no es posible concebir la existencia de algo sin un sujeto que se lo represente; es decir, no puede haber algo que sea independiente del sujeto que lo conoce. Schopenhauer, y éste es el pilar de su metafísica, sostiene que la “cosa en sí” es la voluntad del mundo, esencia de todo aquello que vemos, puesto que ella se objetiva —se hace objeto— en los distintos fenómenos, también en el ser humano. Las características que le atribuye son la pluralidad —la voluntad es sólo una, aunque se manifieste en distintos fenómenos—, la no caducidad y la no necesidad —sino la libertad—. Sin embargo, y como también puso de manifiesto Nietzsche, esas propiedades o características han salido de nuestro entendimiento, es decir, han sido recogidas del mundo de la experiencia, del mundo fenoménico, y, por tanto, hacen de la voluntad algo que ya no es “por sí mismo”, pues el origen de sus propiedades, y hasta el nombre que se le asigna —voluntad—, proceden de un entendimiento concreto. Nietzsche lo expresó perfectamente al calificar esto como “poner un mundo fenoménico antes del mundo fenoménico.”(O.C., I, pág.297). Esto afecta a Sócrates, a Platón y a Schopenhauer.

Schopenhauer, que tanto cuestionó la filosofía kantiana, y que supo ver que en el trasfondo de sus errores se hallaba el amor a la simetría —lo que le llevó a inventar categorías de más, que no existían—, podría haber pecado de un error similar, desde mi punto de vista, a la hora de defender la existencia de una voluntad del mundo como cosa en sí; si el mundo fenoménico es temporal, si en él se da la necesidad y no la libertad, y si es, a su vez, pluralidad, es posible que también se le hiciera simétricamente necesario afirmar la existencia de otra cosa, por ejemplo una voluntad, que contara con unas características opuestas —eternidad, libertad, unidad— a las del mundo fenoménico.

Sin embargo, se hace harto difícil comprender cómo es posible que nos representemos esa voluntad del mundo con tanta facilidad, la inmediatez con que podemos pensar en esa energía recóndita que se manifiesta en cada ser, en cada río que sigue su curso adecuado, en la gravedad, en el impulso creativo… ¿Proviene sencillamente de esas características contrarias que parecen exigir las características del mundo fenoménico, que esconden un amor a la simetría, o, sencillamente, de la pura imaginación? Es duro y difícil desprenderse de la creencia en la “cosa en sí”.

DELIA-AGUIAR Delia Aguiar Baixauli, Madrid, octubre 2014