Proyecto Amicitia: Trazas históricas de la amistad excepcional. Primera parte: Pre-modernidad. V. Agapé

hch-badajoz-joker HCH 18 / Septiembre 2017

Proyecto Amicitia: Trazas históricas de la amistad excepcional. Primera parte: Pre-modernidad. V. Agapé, por David Cerdá

La agapé es una forma de amor. José Antonio Marina (Por qué soy cristiano) define esta caridad como «energía amorosa»; C.S. Lewis la concibe como un amor-dádiva. Este capítulo tendrá dos hebras muy distintas: de un lado, trataré de rescatar las lecciones que esta agapé ofrece para la amistad; de otro, servirá para destacar las tensiones existentes entre la agapé cristiana y la amistad propiamente dicha, tal y como ha sido revelada por algunos autores cristianos de importancia.

Marina interpreta esta agapé cristiana primitiva, este «Dios del amor», puntualizando que «el amor no es un sentimiento, sino una acción. Una acción creadora de lo bueno. Cuando se dice en las Escrituras que Dios es amor, no se están refiriendo a un corazón derretido, sino a un comportamiento amoroso, a una actividad». Nos invita Marina a recordar que «en el lenguaje bíblico, “verdad” no es aletheia, no es descubrimiento, luz, conocimiento […] Verdad es lo que funda nuestra acción». Quienes escribieron los textos sagrados hablaron de «hacer la verdad» (ásah émet; vivir virtuosamente). Verdad y acción coinciden en la agapé, que es por lo tanto mucho más que cierta disposición emocional. De ahí que señale Marina en su referido texto que «a Dios no se le puede conocer: solo se le puede realizar». El mundo transformado y transfigurado por la agapé sería el mismísimo Reino de Dios. Agapé sería un atajo hasta Él; sería hacer Dios, puesto que, esta vez en palabras de André Comte-Sponville, «se trata menos de creer que de comulgar y transmitir, menos de esperar que de actuar y menos de obedecer que de amar» (El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios). Para Roger Garaudy, igualmente, Dios «no es un ser, sino un acto» (El diálogo entre Oriente y Occidente. Las religiones y la fe en siglo XXI).

John Caputo, un autor tan perspicaz como poco abordado en el viejo continente, también ha tratado en Sobre la religión el alcance del Reino de Dios cristiano: «El Reino de Dios es un cómo, no un qué»; de modo que «la verdad religiosa, que es verdaderamente religiosa, no es una fórmula para recitar, sino un hecho para hacer». En el mismo sentido, «la verdad religiosa no es la verdad de las proposiciones, el tipo de verdad que resulta de organizar nuestros asuntos cognitivos [sino…] “hacer” la verdad». Estamos, según creo, ante el agustiniano facere veritatem, ante un Dios que es pregunta, antes que respuesta; también ante el Dios de Rilke, que es más dirección que objeto. La concepción de Dios como verbo de acción depara extraordinarias consecuencias morales, algunas de las cuales pueden tener un gran impacto sobre la amistad. Este veredicto, en todo caso, dista de ser unánime, y de hecho han existido autores, como el que en seguida analizaremos, que han creído ver una oposición irresoluble entre religión (cristiana) y amistad.

Debemos a Kierkegaard la principal y más demoledora crítica a la amistad como posibilidad abierta sin traición a la agapé. Kierkegaard sostiene en Las obras del amor que toda preferencia, toda afinidad electiva, por así decirlo (la que se da en la amistad o en el amor sensual), es una afrenta al mandamiento único de amor al prójimo. Se remite a Mt 5, 46: «Porque si amareis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?». Kierkegaard es muy consciente de que se ha objetado al cristianismo muchas veces que desplace el amor y la amistad. Él no lo refuta, sino que lo confirma; más aún, dice que en ello radica la grandeza del amor cristiano, por tratarse de un amor que destierra cualquier traza de predilección. Escribe que «la alabanza a la pasión amorosa y a la amistad pertenecen al paganismo». Apoya su tesis diciendo que en el Nuevo Testamento no hay ni una palabra en pro de estos dos amores. Lo cual no es del todo cierto: el trato que Jesús dispensa a los apóstoles tiene trazas de amistad, y lo mismo podría decirse de su relación con María Magdalena (aunque estas relaciones, en su globalidad, se alejen de philías y amicitias). Kierkegaard interpreta que el Nazareno aboga por la abnegación frente a predilección; por «no excluir ni a uno solo», y, en tal sentido, concluye que la amistad no era un tipo de amor que hubiera satisfecho a Jesús.

Ciertamente, como establece Andrés Vázquez de Prada (Estudio sobre la amistad), «el amor del pagano era exclusivista […] El cristianismo trajo el mensaje de la hermandad del espíritu por filiación divina». Para Kierkegaard, el cristianismo ha derrotado a la amistad, a la que sustituye por el amor al prójimo. El amor cristiano estaría muy por encima de aquella, de la que no tendría sentido ni hablar. Amor universal e incondicional: eso es lo cristiano. Pero no hay amistad sin especialidad… «precisamente por eso el cristianismo desconfía del amor y de la amistad, porque la predilección en la pasión, o la predilección apasionada, no es propiamente sino otra forma de amor de sí». Es decir: lo característico de los paganos, los publicanos; esas «virtudes de los paganos» que «son vicios espléndidos», según leemos a Agustín de Hipona en La ciudad de Dios. Amor de amistad y pasional se resumen en amar a un , mientras que el cristianismo propugna amar a un él; «amar al prójimo es el amor de la abnegación, y la abnegación ahuyenta cabalmente toda predilección, lo mismo que ahuyenta todo amor de sí».

Isabelle Koch («L’amitié chez Saint Agustin: De Cicéron à l’écriture») afronta críticamente la importante cuestión de si los pensadores cristianos habrían menospreciado la amistad en favor del amor al prójimo y la caritas. Cita un estudio de Jean-Claude Fraisse (Philía. La notion d’amitié dans la philosophie Antique), en el cual se menciona cómo Dios, como polo total, se «entromete» en esa especialísima relación uno a uno que es la amistad. En el amor al prójimo no hay que compartir nada, y el propio Agustín, reverberando las palabras de Jesús de Nazaret sobre el amor de los publicanos, establece que no hay una gran virtud en amar a los que queremos, amigos, familia o similares. El epítome cristiano no deja de ser el amor inimicorum; que es algo completamente distinto de la amicitia.

Agustín es a estos efectos del mayor interés, primero como estudioso de Cicerón, que tanto le influenció, y segundo como gozne entre el mundo clásico y el cristiano. Agustín, de cuya frenética vida social dan cuenta sus Confesiones, tuvo la oportunidad de oponer amicitia y caritas, de contrastarlas y averiguar sus elementos específicos. Como expone Koch, «Agustín piensa a menudo en la amistad en términos subordinados respecto a la caridad […] La amistad propiamente dicha no parece tener apenas sitio, a no ser como un bello recuerdo de juventud». En sus Confesiones, Agustín liga la amicitia al mundo de sus errores de juventud, de ahí que sostenga que los años, en su transcurrir, van dejando paso a la caritas y al amor proximi. Sus amigos le parecen un vestigio de su convulsa y apasionada juventud.

En ese mismo texto, Agustín se referirá a la vera amicitia, que es la que ya está mediada por el Espíritu Santo, impregnada de caritas. En resumidas cuentas, según el Doctor de la Gracia para la verdadera amistad harían falta tres y no dos; haría falta la intercesión divina. Esta intercesión puede interpretarse en términos más o menos poéticos o metafóricos; en todo caso, en la verdadera amistad cristiana y para los autores agustinianos, con lo interpersonal no basta.

Esta abnegación que se plantea desde el cristianismo es mucho más que benevolencia. La benevolencia es pasiva, y la abnegación es activa. Por lo demás, en su manifestación real, lo que abunda tal vez sea la nolomalevolencia, que consistiría en no desearles a los demás ningún mal; lo cual es todavía menos que benevolencia, y algo que, por supuesto, no cualifica para la amistad.

Nada de esto le basta a Kierkegaard: «Muy equivocado, pues, estaría quien opinara que un ser humano ha aprendido qué es el amor cristiano al enamorarse o por haber encontrado un amigo». De ahí que se constituya en cristiano abogado de un amor indiferenciado. Nos propone lo siguiente: «Deja marchar a las diversidades, a fin de que puedas amar al prójimo» —de ahí la indistinción entre amigo y enemigo—. Es un amor en el que no cabe pérdida alguna (siempre hay un prójimo); es el amor en sí: «La pasión amorosa se determina por el objeto; la amistad se determina por el objeto; solo el amor al prójimo se determina por el amor». En ambos, éros y philía, existiría aún «lo mío» frente a «lo tuyo», como el autor no se cansa de recalcar. Con todo, no hay que descartar que su versión de la agapé tuviese tintes excesivos, pues como él mismo concede, «es como si este amor al prójimo no encajara exactamente en las circunstancias de la vida terrena».

También Hugh Black, en su ensayo Friendship, reconoce que el cristianismo supone un paso atrás en la preeminencia de la amistad frente al periodo clásico. El amor universal se habría tragado esta «particularidad» que es siempre la amistad; una particularidad que, emasculada, a Freud le parecía que llevaba al absurdo (¿qué valor tiene ser amado si no hay que hacer nada para merecerlo?). Kant dice a propósito de esto en Lecciones de ética que «no es posible ser amigo de todo el mundo, pues al serlo de todos, no se tiene ningún amigo en particular, cuando la amistad supone precisamente una relación especial». Aun así, analizando la experiencia cristiana, Black menciona el paradigmático caso de David y Jonathan, fruto, nos dice, «de la innata nobleza de ambos». Black se las compone para hacer de la amistad una aplicación concreta de la comunidad de amor universal que Jesús planteó, y subraya, incluso, que «el Libro de los Proverbios casi puede considerarse un tratado sobre la amistad». Aunque no ignora que el Nuevo Testamento viene a alterar para siempre las normas sobre el amor que importa, aun piensa que existe un lugar privilegiado para una amistad cristiana. En definitiva, para Black la amistad no sería sino «una preparación para la gran comunión», en la medida en que esta amistad sería «una educación en el amor». Concibe, pues, la amicitia como una propedéutica para la agapé.

Pedro Laín Entralgo, que trata el asunto en su ensayo Sobre la amistad, cree posible una philía cristiana (amor de amistad) que conserve su espacio sin ser engullida por la agapé (amor de projimidad). También Catherine Pickstock («The Problem of Reported Speech: Friendship and Philosophy in Plato’s Lysis and Symposium»), para quien «los diálogos platónicos y los Evangelios sugieren ambos que uno puede hacer amigos y mostrar preferencias sin caer en la injusticia». Esta autora menciona, a propósito de Aristóteles, que «existen toda una serie de planteamientos teológicos en virtud de los cuales la amistad sería propia del contexto clásico tardío, o la han abordado remitiéndose a sus nexos medievales con la caridad y los protocolos de la filiación personal». Por contra, para Henry David Thoreau (Friendship), cuando hace acto de presencia el modo cristiano de encarar a los demás, nace la caridad y muere la amistad.

Los primeros trazos de una confrontación entre agapé y amicitia brotan ya a comienzos de nuestra era; tendrán su prolongación en el Medioevo. A propósito de ello, señala Ignacio Merino (Elogio de la amistad. Una historia de la amistad desde la antigüedad hasta nuestros días) que «la Edad Media, tan rica en espiritualidad e idealismo, no es una etapa propicia para la amistad individual». Hubo que esperar hasta la Baja Edad Media para que Aristóteles cobrase su posición de preeminencia; no es de extrañar entonces que las importantes posturas vertidas al respecto en Ética a Nicómaco tuviesen escaso eco hasta que Averroes, Avicena y compañía no pasaron el testigo.

Para el cristianismo la cuestión no es encontrar a la persona digna de amor, sino encontrar dignas de amor a todas las personas. En los Evangelios hay un pasaje estruendoso a este respecto, Mt 12, 46-50:

Todavía estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él. Uno se lo avisó: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo». Pero él contestó al que le avisaba: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». Mt 12, 46-50

Pasajes como el anterior han servido de palanca para todos aquellos pensadores que han visto en la amistad un obstáculo para el amor al prójimo, un desafío pernicioso al amor universal. No obstante, como el texto rico y complejo que es, la propia Biblia ofrece ejemplos de lo contrario, como podemos leer, por ejemplo, en Eclesiastés (Ecl. 4, 9-12):

Más vale ser dos que uno, pues sacan más provecho de su esfuerzo. Si uno cae, el otro lo levanta; pero ¡pobre del que cae estando solo, sin que otro pueda levantarlo! Lo mismo si dos duermen juntos: se calientan; pero si uno está solo, ¿cómo podrá calentarse? Si a uno solo pueden vencerle, dos juntos resistirán. «Una cuerda de tres cabos no es fácil de romper». Ecl. 4, 9-12

Aparece aquí bellamente apuntado un modo en el que la amistad puede dar fuste a la persona, y, llegado el caso, suponer un punto de amarre para sus perspectivas trascendentes. Si toda espiritualidad realizada es una hazaña, compañeros de viaje que justamente eleven el espíritu suponen acicates formidables.

Foucault afirmó (la cita está en el libro de Stanislav Breton, De Rome à Paris) que «el cristianismo ha hablado mucho del amor, pero no ha entendido nada sobre la amistad». La acusación es excesiva, aunque cuente con el refrendo de Merino: «Las religiones monoteístas del Libro tuvieron un efecto devastador sobre la amistad como valor social». Laín Entralgo y otros lo refutarían, y nuestro análisis anterior no ha dejado de hacer sitio a una philía cristiana. Pero resulta difícil obviar que hay autores importantes que aplauden la intercesión divina, hasta el punto de sostener que toda amistad es primariamente con Él y solo interpuestamente con otras personas. En la Cuestión 23 de su Summa Theologica, y en abierta contraposición a su maestro Aristóteles, Tomás de Aquino se pregunta si la caridad es amistad. No, afirma, porque falta la reciprocidad, y los favores implicados se basan en la utilidad, y el placer no puede ser base para una reciprocidad completamente libre. Pero también afirma que sí, que resulta posible una amistad cristiana, por lo expuesto en Jn 15, 15: «Ya no os llamaré siervos, sino amigos». Resuelve la contradicción así: «La caridad es amistad del hombre con Dios». Por esta intermediación de Dios, y puesto que somos amigos de nuestros amigos, la caridad es amistad con nuestros enemigos. No hay admisión de los poderes independientes de la amistad para lograr la trascendencia, una espiritualidad consumada; sí de sus capacidades coadyuvantes.

Esta intermediación imprescindible de Dios —de la que no hay por qué colegir necesariamente que Dios es un intruso—, que alcanza un primer culmen en Tomás de Aquino y un segundo en Kierkegaard, es ya bastante patente en Ambrosio de Milán, quien, al reactualizar los dictados de Cicerón, coloca ya el amor oblativo (la entrega absoluta) por delante de cualquier tipo de philía. Elredo de Rieval subrayaría después la misma idea: el amor a Dios debe ser el fundamento de la amistad.

En cualquier caso, la cuestión sobre la posibilidad genuina de una amistad cristiana dista mucho de estar resuelta.

Pablo de Tarso, en su muy visitada Epístola a los Corintios, habla de la fe, la esperanza y la caridad, concluyendo que solo es perfecta la última, que es la que finalmente quedará. «En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor» (1 Cor 13:13). Agustín de Hipona lo refrenda dos veces: en el Sermón 158 y en Soliloquios I, 7. Como refiere Massimo Baldini (La storia dell’amicizia), «La caridad […] para Agustín de Hipona es la “pedagogía” de la amistad». Fe y esperanza son transitorias, hasta que se materialice el Reino. Tomás de Aquino continúa este razonamiento en su Summa Theologica (I-II, 65, 5 y II-II, 18, 2). Como expone Pickstock, «para Tomás de Aquino, la caridad es la amistad». Y Pascal, como refleja en su escrito Comte-Sponville, también sostuvo que «la verdad, al margen de la caridad, no es Dios».

david-cerda-y-daniel David Cerdá, Sevilla, 8 de agosto de 2017

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