La democracia como espectáculo deportivo

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La democracia como espectáculo deportivo, por Víctor Bermúdez

Faltan tantos días y horas –claman los periodistas– para el gran debate (combate) televisivo entre los líderes (campeones) de los distintos partidos políticos (equipos). Mientras tanto, los partidos hacen nuevos “fichajes”, y sus líderes, junto a una corte de asesores (entrenadores) visitan los estudios (estadios) de radio y televisión para someterse a todo tipo de pruebas de habilidad: cantar, bailar, cocinar, contar chistes… Por cierto que la prueba de más rabiosa actualidad es (y es significativo) la de acudir como comentaristas a los programas deportivos de más audiencia. En cualquier caso, al final de cada actuación, los líderes proclaman ufanos que, digan lo que digan las encuestas (los pronósticos), ellos “van a salir a ganar”, y que en estas elecciones (este campeonato), “van a ir a por todas”. A la vez, el público (la hinchada) escucha con satisfacción estas familiares proclamas y acude a los mítines, con sus banderines e himnos, a admirar, en directo, los regates dialécticos y las piruetas retóricas de las estrellas del equipo. Otros, la mayoría, se limitan a hacer sus apuestas sobre el resultado en los debates o en las urnas. Por cierto, ya tarda alguien en inventar algún procedimiento por el que el voto se asimile a una suerte de quiniela en el que los ganadores obtengan algún premio (ya que el cumplimiento de los promesas electorales se ve que no). Es probable que se duplicaran los índices de participación. En fin, y como puede verse, el juego democrático se ha convertido en esto: en un gran espectáculo deportivo.

Que el ejercicio del poder tenga una dimensión teatral o espectacular es algo tan antiguo como el poder mismo. Toda sociedad se instituye a través de ritos, ceremonias y símbolos, que el poder político utiliza para legitimarse y obtener la conformidad de los gobernados. Que este carácter teatral del poder político se dé, hoy, a través de los medios de comunicación de masas, y que el político se comporte como un showman televisivo, no es nada nuevo. Lo que quizás resulte más novedoso es la naturaleza deportiva que parece adoptar, últimamente, el espectáculo mediático-político.

Una forma simple de interpretar esta tendencia “sport” del espectáculo del poder es señalar su carácter popular. Desde las olimpiadas griegas hasta las grandes competiciones de nuestra época, el deporte ha sido uno de los espectáculos favoritos de la gente. En un régimen político –el nuestro– en el que el pueblo es el soberano titular, las exhibiciones políticas tienen que ajustarse a los gustos populares; de ahí que adopten una forma y lenguaje propios de la épica deportiva, en la que los líderes ganan o pierden según se puntúen ciertas cualidades (retóricas, psicológicas…) fáciles y emocionantes de cuantificar (y que solo indirecta y vagamente tienen que ver con presuntos principios o ideas políticas que son, por lo demás, mucho más complejas de exponer y valorar).

Pero esta explicación no es del todo convincente. La popularización del espectáculo político es una constante histórica más que una característica de la democracia (incluso los tiranos más tiránicos necesitan el apoyo de su pueblo). Además, esta vulgarización admite muy variados formatos. De hecho, el más frecuente ha sido siempre el religioso: recuerden a los faraones, o los césares, tratados como dioses. También el teatro antiguo, el circo romano, las ejecuciones públicas, y otros tantos festejos similares, han sido frecuentemente usados como exhibición propagandística por parte del poder. Lo del “formato deportivo” parece, pues, relativamente novedoso.

Otra posible explicación remite al relativismo moral y político, típico de una cultura vieja y descreída como la nuestra. Ante la ausencia de ideales políticos fuertes y claros, la gente se tomaría la cosa pública con una cierta frivolidad o deportividad, como quien hace una porra en el bar de la esquina. Al fin y al cabo –se dice– todos los políticos defienden cosas muy parecidas, concretamente: las que haga falta defender para ganar. En la política, como en el deporte, ganar, meter el gol o la canasta, parecen fines absolutos (no medios para ninguna otra cosa más importante). Esta falta de “seriedad”, consustancial a una época –esta– alérgica a lo sustancial, impide que el espectáculo político pueda adoptar tintes religiosos, o trágicos. Casi nadie admitiría hoy, en nuestro entorno cultural, celebrar una ejecución pública, por ejemplo, o entusiasmarse por emprender una guerra. Pocos de nosotros creerían necesario “dar la vida” (ni quitarla) por ninguna idea o creencia. En el viejo Occidente ya no queda nada trascendente. Vivir por vivir, ese parece ser nuestro intrascendente fin. Quizás por eso decía Ortega y Gasset aquello de que la vida, la nuestra, no tiene más sentido que el que pueda tener un mero fenómeno deportivo.

El sistema democrático, que es un fiel reflejo de este relativismo y nihilismo contemporáneos, tiene además, per se, una cierta naturaleza deportiva. La democracia parece consistir en tomarse las cosas con deportividad, más que con razones (que, además, nunca están claras). Hay que saber perder, y ganar, porque saber algo más (por ejemplo, lo que sea de verdad justo o injusto) es difícil, por no decir imposible. ¿Qué criterios objetivos usamos para distinguir la ley realmente justa de la que no lo es? En ausencia de razones comunes y argumentos objetivos solo cabe jugarse a los votos cuál de nuestros subjetivos e interesados deseos se impone al de los demás. Es decir: solo cabe el recurso a la fuerza, revestida de juego, en que consiste la democracia. Esto es: a la fuerza de los votos (a la fuerza de los que son “más que tú”) y de las reglas (lo único sagrado en cualquier juego). La democracia es el reino de lo cuantitativo, erigido desde la absoluta creencia en la ausencia de reinos y absolutos, y en el que absolutamente todos los votos reinan lo mismo. Al fin y al cabo, ¿hay alguien que sepa más que otro en qué consiste la calidad de lo “justo”? No. Parece que es una verdad objetiva que toda verdad y valor son subjetivos, y una verdad desinteresada y pura que todos los hombres se mueven por opiniones interesadas y espurias. Tal vez por esto repite uno de nuestros políticos en las entrevistas que él, por viejo y sabio, no da ya más consejos (¿quién sabe nada?). Solo este: “haz deporte”.

HCH-VICTOR-FOTO-GOOD Víctor Bermúdez Torres, Sevilla, diciembre de 2015

Originalmente publicado en El Correo Extremadura el 7 de diciembre de 2015

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Senator John F. Kennedy debates Vice President Richard M. Nixon in the first televised debates, 1960. Credit: National Park Service (Public Domain)