HCH 8 / Enero 2016
Avatares de la creencia en Dios, por Manuel Fraijó
Publicado en El País el 1 de noviembre de 2015
A la memoria de mi hermana Dolores (1942–2015)
En plena Ilustración europea se prohibían en España los libros que intentasen demostrar la existencia de Dios; se los considerabapeligrosos. Y es que Dios era tan evidente que no necesitaba demostración alguna. Se cuenta que durante el reinado de Felipe IV (1621-1665) se pensó, para remediar la pobreza de nuestras tierras, en canalizar los ríos Manzanares y Tajo; pero una ilustre comisión de teólogos se declaró en contra con la siguiente sutil argumentación: si Dios hubiese querido que ambos ríos fuesen navegables le habría bastado con pronunciar un sencillo “hágase”. Si no lo hizo, sus razones tendría. Y no está permitido enmendarle la plana.
Salta a la vista que por aquellas fechas Dios era algo inmediato, asequible, presente, familiar. Era un dato más de la realidad, o incluso el gran dato. Europa y, por supuesto, España convivían sin mayores traumas con la fe en Dios, una fe heredada de las buenas gentes del pasado.
No parece posible, ni lo pretende este artículo, retornar a los lejanos tiempos en los que la presencia de Dios era tan obvia que se contaba con él a la hora de canalizar los ríos. Occidente ha seguido, más bien, el itinerario de Feuerbach: “Dios fue mi primer pensamiento, el segundo la razón, y el tercero y último el hombre”. En el ámbito filosófico, la teología de ayer se llama hoy antropología. Y tampoco asistimos en la actualidad a contundentes proclamaciones de ateísmo. El ardor negativo de otros tiempos ha dado paso al desinterés actual. Muchos ateos de ayer prefieren llamarse hoy increyentes.
Impresiona constatar cómo creyentes tan profundos y auténticos como José Gómez Caffarena se adherían a la “dramática ponderación entre el sí y el no a la fe cristiana”. En él vencía el sí, pero su fe supo de noches oscuras, de travesías del desierto. Y no es menor la impresión que causan algunas frases del papa Francisco: “Si una persona dice que ha encontrado a Dios con certeza total y ni le roza un margen de incertidumbre, algo no va bien”. O esta otra: “Si uno tiene respuesta a todas las preguntas es prueba de que Dios no está con él”. Y añade: “Un cristiano que lo tiene todo claro y seguro no va a encontrar nada”. Desde luego no estamos ante un lenguaje muypontificio, pero sí hondamente humano, altamente teológico, y sensible a nuestro convulso siglo XXI.
No puede, pues, extrañar que dos grandes maestros de la teología cristiana, Karl Rahner y Karl Barth, se mostrasen abiertos a una teología más propensa a la pregunta que a la respuesta. Preguntado en una ocasión el primero si de veras se consideraba creyente cristiano, respondió con aire taciturno: “Sí, pero no a tiempo completo”. Obviamente no quería decir que, por ejemplo, era creyente en las horas centrales del día e increyente al atardecer. Sencillamente aludía al carácter débil, precario, de su fe; estaba traduciendo al lenguaje de nuestro tiempo el evangélico “creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad”. Rahner, calificado por H. Fries como “el mayor testigo de la fe del siglo XX”, solo se consideraba, pues, creyente a intervalos. Es más: dejó escrito que lo de ser cristiano no es un “estado”, sino una meta, un ideal. Propiamente no es correcto decir “soy cristiano”, sino “aspiro a ser cristiano”. En parecidos términos se expresaba el otro gran maestro, en este caso de la teología protestante, Karl Barth, al rechazar la distinción entre creyentes e increyentes. Aducía que él conocía a un increyente llamado Karl Barth. En realidad, la tradición cristiana siempre supo que somos ambas cosas a la vez, creyentes e increyentes. Nuestro Unamuno lo expresó lapidariamente: “Fe que no duda es fe muerta”.
Por último: los avatares de la creencia en Dios son asunto de la “interioridad apasionada” (Kierkegaard) de cada creyente. Pero es posible que en ese secreto recinto personal se escuche la atormentada voz de Pascal con su inolvidable “incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Es, de nuevo, la dialéctica entre el sí y el no, compañera asidua de la condición humana y de la creencia religiosa.
Manuel Fraijó, Madrid, 1 de noviembre de 2015
© MANUEL FRAIJÓ / EDICIONES EL PAÍS, SL 2015
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